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¿Cómo puede el mundo árabe-islámico salir del fracaso?

George Chaya es consultor experto en Oriente Medio, en relaciones internacionales, seguridad y prevención del terrorismo. Autor de “La Yihad Global, el terrorismo del siglo XXI”.

Fuente: defonline.com.ar

En una recorrida por el mundo árabe, desde el norte de África hasta el Golfo Pérsico, el panorama que se presenta es muy poco alentador. Estas sociedades desiguales, sojuzgadas por regímenes dictatoriales, conflictos intestinos y la amenaza del yihadismo, tienen pocos motivos para alegrarse y para aspirar a un futuro mejor.

La frustración que lleva al fracaso en el mundo árabe-islámico generalmente es vista en Occidente como la manifestación de una crisis, en la medida en que la presuposición de la existencia de una entidad global podría entenderse como un resabio del panarabismo. De hecho, una corriente intelectual europea sostiene que el factor de atraso del mundo árabe se debe a la persistencia del arabismo. Lejos de esta inexactitud, si observamos detenidamente los distintos pueblos árabes, descubriremos un panorama mucho más desalentador. Un recorrido por la región muestra que hay árabes felices y otros que intentan serlo, aunque también hay sociedades en crisis y Estados incapaces de convertirse en sujetos de su propia historia.

UN RECORRIDO POR EL MAGREB

El viaje, por fastidioso que pueda resultar, vale la pena, sobre todo si se empieza por el país que, por mucho tiempo, pretendió ser eje del mundo árabe: Egipto. En el valle del Nilo, superpoblado y con innegable desigualdad económica, el Estado no siempre tuvo éxito en gestionar los recursos del país ni pudo proyectarse mas allá de sus fronteras por la burocracia que oprimió su economía. El ejemplo del anquilosamiento es la jefatura del Estado, ocupada por Hosni Mubarak, durante más de 30 años, hasta su caída en 2011, lo que marcó un récord de permanencia en el cargo desde Mohamed Alí, en el siglo XIX.

El Estado no fue el único que falló. La sociedad también parece afectada y confundida, y solo se libran algunas voces contestatarias toleradas por ser útiles para validar el modelo de democracia a la egipcia.

Más al sur, Sudán  emerge de una guerra civil de más de 20 años y se enfrenta a la amenaza de otra. La malversación de sus riquezas naturales lo convirtió en uno de los países árabes menos desarrollados del planeta, razón más que suficiente para hablar de su fracaso. Más aún, si consideramos que su existencia como Estado ha quedado en entredicho, ya que el acuerdo que puso fin a la guerra prevé explícitamente la posibilidad de separación del sur (animista) dominado por élites mixtas. Todo ello, sin mencionar su contribución a la mala reputación de los árabes en África Negra, en la medida que el norte musulmán oprime al sur y permite que sus milicias aterroricen a sus poblaciones.

Al oeste, Libia, desmembrada territorialmente desde la caída de Muamar Gadafi, y en manos de grupos islamistas satelitales de Al-Qaida, aparece inexorablemente de retorno al siglo VII. El país está aislado de la comunidad internacional como ningún otro en el mundo árabe. El vacío de poder ha dado lugar a una sociedad tribal, bajo vigilancia militar de grupos radicales, y su futuro es oscuro en materia de progreso y libertades.


La desigualdad social es uno de los mayores dramas que enfrentan los países árabes, con consecuencias potencialmente explosivas.


Más al oeste, los tres países del Magreb ofrecen imágenes desconcertantes del problema árabe. Marruecos llegó tarde y de forma incompleta a la transición democrática. Las reformas parciales del Palacio Real no han atenuado el acaparamiento de riquezas del sistema del Majzén (clientelismo estatal). La oposición, convertida en gobierno, perdió todo crédito, por lo que, a falta de renovación del ámbito político, los problemas actuales son capitalizados por el discurso islamista y por redes yihadistas aptas para exportar el terror a Europa.

En Túnez, se logró contener parcialmente al islamismo con un estricto control policial que aprovecha las circunstancias para cercar a la sociedad acallando el debate sobre las mafias que gangrenan el país. La represión política altera los pocos avances sociales de la era Burguiba (1957-1987). Argelia es el “mal árabe” más dramático, su papel, a escala regional y mundial, es discreto y experimenta una deriva funesta que fomenta el regreso del Islam político radical, que los militares solo pueden contrarrestar mediante la represión. Hoy en día, el régimen en el poder no tiene de democracia más que la fachada.

MACHREK: UN PANORAMA SOMBRÍO

Si dejamos el Magreb y miramos al este, conocido como “Machrek”, el panorama es más sombrío. La devastación del escenario iraquí y la matanza de la población siria explica el atolladero árabe. Allí se concentra el mal que obstaculiza el porvenir de cualquier Nación: la dictadura. No se trata de una dictadura cualquiera: el régimen de Saddam Hussein, en Irak, abrió el camino a la teocracia y a la violencia de su archienemigo iraní, que hoy domina Irak.

La era de Saddam fue traumática; hasta después de desaparecer, generó violencia y mesianismo religioso. Allí se percibe la extraordinaria dilapidación de riquezas que amenaza con una nueva Somalia. Irak es un estigma que tardará tiempo en borrarse, incluso si algún día el país lograra liberarse de la actual ocupación iraní.

Siria es otra muestra de cómo un país musulmán languidece desde hace 40 años bajo la dictadura del clan Assad que, a pesar de presentarse como un régimen más laico que el de su vecino Irak bajo el yugo de Saddam Hussein, pero no por ello ha dejado al país menos agotado.

Saqueada y disecada por la cultura del miedo y el terrorismo de Estado, la situación de Siria no tiene equivalencias en el mundo árabe, ya que combina la corrupción de las antiguas repúblicas soviéticas con un cerrojo policial similar al de Corea del Norte. En Siria, el avance del yihadismo es imparable, y el país contabiliza mas de 600.000 muertes en su guerra civil.

Al oeste, ocupado por Hezbollah, Líbano inició una singular regresión. Luego de una guerra civil que desgarró su sociedad y privó a la región de uno de sus laboratorios de modernidad, el país perdió, en 28 años de posguerra, todos los logros que lo habían distinguido en mucho tiempo. Así, la tradición republicana libanesa, que fue modelo en el mundo árabe, no sobrevivió a la guerra, que hirió de muerte sus instituciones democráticas y cayó bajo la violencia de las mafias, la corrupción y el dominio del grupo terrorista Hezbollah.

Paradójicamente, Jordania, un territorio desprovisto de riquezas y de tradición democrática, es el país que mejor parece arreglárselas. No obstante, los resabios proteccionistas todavía inhiben una transición democrática inacabada, mientras su ubicación geopolítica –lindante con Irak– y la cercanía del conflicto palestino-israelí son focos de inestabilidad que comprometen su supervivencia, más aún cuando la cuestión palestina se manifiesta a diario en un reino hachemita conformado, en un 75 %, por población de origen palestino.

DE UN YEMEN DEVASTADO A LAS RICAS MONARQUÍAS DEL GOLFO

El panorama puede parecer más alentador si miramos la península arábiga, siempre que pongamos en un paréntesis la situación de Yemen, país que ya no tiene nada que ver con aquella “Arabia feliz” que pudo ser. Yemen hoy es uno de los países menos desarrollados del mundo, con clanes que regentean zonas que son viveros del yihadismo financiado por la República Islámica de Irán.

La situación mejora sensiblemente allí donde “el oro negro” ha cambiado la estructura de sociedades que se mantenían al margen del desarrollo del mundo árabe. Hoy se piensa que el futuro puede estar en los Emiratos lujosos: Qatar, Dubai, Abu Dabi y, en menor medida, Bahréin.

En Dubai, los rascacielos proliferan como en Chicago, la modernización es visible. Sin embargo, detrás de esos éxitos ostentosos, se aprecia precariedad y limitaciones del derecho a la nacionalidad. La mayoría de los residentes son extranjeros privados de derechos políticos o posibilidad de conseguirlos por vía de la ciudadanía, mientras la mitad de los nativos vive en desigualdad a causa de restricciones y del choque confesional entre sunitas y chiitas, igual que en Bahréin. En estos Emiratos ricos, la modernización es una mera utopía bloqueada por la tradición que inhibe las reformas sociales por los mismos que se apuntan los éxitos de la economía globalizada y colaboran con la financiación de “la otra globalización”, “el yihadismo radical militante”.


“El mayor problema del mundo árabe es el déficit democrático, pues los países conceden prioridad a la religión en detrimento de las instituciones democráticas”.


El caso más claro es Qatar, donde a pesar de la presencia militar norteamericana, la facción islamista de la familia reinante gana la partida a la liberal, al punto de dejar el control de la cadena Al-Jazeera a la Hermandad Musulmana. Más llamativo resulta el caso de Kuwait, un país que debe su supervivencia a la protección extranjera, pero donde el renacimiento del parlamentarismo se traduce en resistencias al cambio de leyes que tienden a la modernización.

Entre todos los factores de precariedad que minan los estados del Golfo, el más relevante es el caso saudí. El reino saudita es el eje a partir del cual podría haberse vertebrado el mundo árabe. Aunque no cuenta con una tradición política capaz de articular ese proyecto, su riqueza petrolera le ha permitido influencia sobre sus vecinos desde los años 70. Sin embargo, es un gigante con dificultades para poner en marcha reformas sin trastocar los delicados equilibrios entre el poder político y la institución religiosa. Así, el país se encuentra atenazado entre las reformas realizadas y los sectores yihadistas amparados por una institución religiosa complaciente.

En otras palabras, el mayor problema del mundo árabe es el déficit democrático, pues los países conceden prioridad a la religión en detrimento de las instituciones democráticas.

En cualquier caso, el avance del Islam político para los ciudadanos implica una “reislamización” de la sociedad, más como una respuesta a poderes considerados ineficaces que como reacción a la modernidad. Dicho de otro modo, “además de resistir a la opresión, el Islam político es el fruto del fracaso de los Estados árabes, propugnado por ideologías progresistas que se asemejan al auge de los fascismos del siglo XX en Europa”. Esto fue visible en las denominadas “primaveras árabes”. Por ello, la pretensión del Islam político de representar una fuerza de cambio ante el déficit democrático será perenne, y la cita con la modernidad seguirá siendo un fracaso.

Por ende, solo recorriendo la historia y contemplándola en toda su complejidad, se podrá remediar el infortunio y el fracaso de los pueblos árabes islámicos. Nunca de otra manera.

 

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