Mundo Judío

Tikuchin, Tiktin, Tykocin...Anatevka: Polonia 2023 (II)

Por Roberto Cyjon

Primera parte: el pueblo, su vida y algarabía.

Cuando decidí ir a Polonia pensé llevar un diario, una bitácora. Al llegar compré una agenda y fue mi cuaderno de viaje. Este capítulo relata el comienzo del día 10 de mayo de 2023 en que visitamos al pueblito, aldea rural, cuyo nombre es difícil de escribir y se le fue denominando con diversas fonéticas. Nuestro guía, el Dr. Mario Sinay, acertadamente, comentó que era algo parecido a Anatevka, la entrañable aldea de “Tevie el Lechero”. Me detengo en Tevie. Cuán real lo concebí en esa “Anatevka” que pudimos vivenciar en Tikuchin. Vi la película muchas veces y en todas me emocioné con el personaje, sus alegrías, sus miserias, los problemas con cada una de sus hijas. La casada por amor con el sastre pobre, la rebelde que decide escapar con su novio a Rusia para luchar por la Revolución, la menor que se casa con un joven polaco no judío. Tevie, “un buen judío” agobiado por tantas aspiraciones de deseo no cumplidas conversa y discute con Dios sin convencerse totalmente de sus respuestas. Decide entonces preguntarle a su esposa después de veinticinco años de casados: “¿me querés?”, y ella le contestó: “te cocino, ordeno la casa, criamos a nuestras hijas… (levantó pensativa los hombros con un gesto de duda y desconcierto) entonces… te quiero.”

Qué genio Sholem Aleijem, el escritor que describió el universo de Tevie y cuán bien lograda está la película que vincula al personaje con el “Violinista sobre el tejado” de Marc Chagall. Mis pensamientos revoloteaban y revolotean aún, pues de niño fui a la escuela pública Eduardo Acevedo de mañana y a la escuela judía complementaria Sholem Aleijem de tarde. Porque cuando visité el Hospital Hadassah en Jerusalem me ericé en su pequeña sinagoga junto a un señor que rezaba por la salud de un familiar -al igual que las pequeñas capillas en algunos sanatorios de Uruguay- y cuyo techo está formado por maravillosos vitrales de Chagall.

¿A qué viene esta introducción?

Porque Tiktin, como supuestamente la llamaban los judíos en yidish, al principio me hizo sonreír, me entusiasmaba sentirme dentro de la pantalla de cine, escuchando a Topol cantar “Tradition”, o durante la boda de su hija con el sastre pobre, un melamed – el maestro que enseñaba religión a los niños en el jeder, escuela donde se aprendía a leer la Torá y rezar-.  Ese “buen muchacho” serio y observante de los preceptos la amaba sin más para ofrecerle que su amor, mientras Tevie apaciguaba y bebía junto al ofuscado carnicero “rico pero vulgar”, pretendiente frustrado de su hija…cuando súbitamente irrumpe el pogrom. Ese brutal impacto es lo que luego sentí en Tiktin: algo más terrible aún que el “pogrom”. Me atrevo a hablar en nombre del grupo: “nos paralizó” a todos. Repaso la primera página de mi cuaderno sobre Tikuchin, escrito en crudo mientras caminaba, escuchaba y observaba alrededor, y les relataré a continuación lo allí vivido.

La aldea es similar a otras miles que existieron. El pueblo actual tiene sus habitantes, su vida serena, seguramente sin mayores sobresaltos, como toda aldea rural. Mantiene su emblemática iglesia a un extremo de la calle principal, más alta que la sinagoga erigida en el otro extremo. En Tiktin vivieron aproximadamente cinco mil judíos desde el año 1522. La aldea fue pasando de “mano en mano” a Prusia, a Rusia y finalmente a Polonia. En el año 1808, los judíos conformaban el 60% de su población. Fue un pueblo importante. Tenía su representante judío en la “comunidad de cuatro comarcas” aledañas. En Tiktin existía una cervecería y la fábrica más importante de Talitot -el manto con que los judíos se cubren al rezar-, ataviados con los más bellos bordados. En 1939 los nazis invadieron Polonia y se encargaron de Tiktin cuando allí quedaban solamente mil seiscientos judíos.

La sinagoga, construida en 1642, es cálida y a la vez majestuosa. Hoy está conservada por los quince (15) judíos que viven en Bialystok… una ciudad donde llegaron a vivir cincuenta mil judíos, casi un 50% de su población -estos números de antes y de ahora también disparan muchas reflexiones que no abordaremos en este capítulo, pero sobrevolaron todo el viaje-. Sus paredes tienen un metro y medio de ancho, del tipo que construían para las fortalezas. ¿Se la podría interpretar simbólicamente como una “fortaleza espiritual”? No tengo la respuesta. Involucraría perspectivas religiosas problemáticas respecto a la Shoá. No obstante, está erigida como museo y sin duda mantiene enhiesta su relevancia. Sus paredes exhiben hermosos frescos del Sidur – libro de oraciones- dibujados para que los feligreses leyeran el texto cuando no se disponían aún de ejemplares individuales como hoy en día. Los judíos sabían leer antes que se inventase la imprenta. Nuevamente, este no es un dato menor utilitario al capítulo, sino que marcó una diferencia sustancial con el rezago de instrucción de sus vecinos cristianos iletrados. No hay detalle en un viaje de esta naturaleza que escape a un análisis posterior. Apreciemos su austeridad de lejos y su conmovedora magnificencia interna.

                   

 

 

En el pueblo se encuentra la casa original del melamed. Observamos su antiguo tejado donde el violinista de Chagall deleitaba con sus acordes y la Estrella de David que fortalece su vigencia judía, a pesar de todo. Disculpas por mostrarles una selfie, es que en ella se aprecian los detalles señalados y al guía con parte del grupo, todos escuchando muy atentamente.

 

Luego nos dirigimos al Mercado, el “centro” de la ciudad. En el mercado se vendía, compraba, sociabilizaba. Podría incluso imaginar a alguna pícara casamentera proponiendo acuerdos matrimoniales susurrados al oído de alguna señora con hijas y sobrevalorando las virtudes de sus posibles candidatos, niños correteando y ancianos observando. Nos explicaron que el mercado funcionaba los domingos, nunca en Shabat, lo cual refleja la influencia judía en la aldea denominada, ahora sí bien escrita como veremos más adelante: Tykocin.

Segunda parte: el asesinato, la tragedia.

Registré que el fatídico 25 de agosto de 1941 los nazis juntaron a los judíos del pueblo en el mercado. Cuando se señalan días específicos apelo a la rigurosidad histórica. Bien pude cometer errores al escuchar, caminar, observar y escribir simultáneamente. Recurrí a una fuente acreditada[1] y la comparto:

De 1939 a 1941, los soviéticos ocuparon la ciudad. El 26 y 27 de agosto de 1941, los alemanes, habiendo tomado el poder, dispararon contra 1.400 judíos de Tykocin en el pueblo cercano de Łopuchowo, y enviaron aproximadamente otros 150 al gueto de Białystok. (The Yivo Encyclopedia of Jews in Eastern Europe).

En realidad, ¿qué implica el día exacto?, si apenas podemos comprender y asumir lo que allí aconteció. Lo que importa es el profundo respeto que inspiran las víctimas que describiré a continuación. No quisiera fallar ni un punto ni una coma en lo que atañe a su memoria. A sus vidas previas a la fecha señalada. Sus miedos, presunciones, sus previsiones, su desconocimiento, desconcierto, su pavor, sus intentos de huida o escondite…llantos e impotencia. Nada de lo leído o estudiado se compara siquiera a la “imaginación” de verse rodeado en ese mercado por nazis uniformados con sus botas altas y temerarios cascos protectores, rostros adustos, gritos desequilibrados y rifles apuntando a una multitud atormentada y agrupada por un pánico que solo se mitigaría con un estrecho abrazo o una cabeza gacha con oídos tapados para no escuchar las ordenes incomprensibles, inflexibles y aterradoras. Los judíos del pueblo fueron llevados del mercado al bosque de Lupojowa. Escuchamos al guía en silencio, algunos sentados apretados en una pequeña casilla, quizás una parada de ómnibus, otros de pie. Nadie hablaba.

Los nazis condujeron a todos los judíos, mujeres, hombres, niños y ancianos, caminando hacia el bosque por un recorrido de 800 infinitos e interminables metros donde los fusilaron y tiraron a fosas comunes. Hacia allí enfilamos con nuestro propio temor proyectado. La dimensión de la solemnidad nos conminaba a caminar sin pisar las huellas de nuestros hermanos y hermanas sentidos a flor de piel. Esta sensación la experimentamos una y otra vez al recorrer distintos campos del horror visitados durante el viaje. Absortos en nuestros pensamientos individuales, cada cual con su sensibilidad y reflexiones personales, llegamos hasta las fosas. La impresión fue demoledora.

  

 

 

 

 

Tercera parte: homenaje, lecturas, presente, Hatikva.

En mi cuaderno registré que fusilaron a 1600 (mil seiscientos) judíos, según Yivo fueron 1400 (mil cuatrocientos) y 150 (ciento cincuenta) fueron confinados en el gueto de Bialystok. ¿Los mataron después’ ¿Sobrevivieron? ¿Cuántos? Otra fuente señaló 1800 (mil ochocientos). No se trata de una contabilidad. Asesinaron a todos los judíos de Tykocin. Punto. Hoy no viven judíos en la apacible aldea otrora llena de vida. Exterminaron a una de las matrices sociales del pueblo, la que forjó buena parte de su identidad durante siglos, quienes construyeron escuelas y una sinagoga hermosa testigo fiel de su espíritu sobreviviente. Asesinados sin un por qué, solamente por su ser y no por su hacer. 

Nos repartieron nombres de aquellas personas con su identificación completa en hojas plastificadas obtenidas del Centro de Datos de Víctimas de la Shoah perteneciente a Yad Vashem. (The Central Database of Shoah Victims Names). Me correspondió la de “Glikman Berale, 13 años, hijo de Shmuel y Pashke”, asesinado el 25 de agosto de 1941. Cada uno de los integrantes del grupo leyó la suya en voz alta…y entrecortada. Cuando fue el turno de nuestro compañero de viaje Andrés Vartabedian, no judío, armenio, leyó su folio lo levantó y dijo: PRESENTE. 

   

Inmediatamente se escucharon los ecos de su “presente”. Sentí que fueron por los desparecidos en la dictadura, por las víctimas de la Amia, por el millón y medio de armenios aniquilados en el genocidio turco aún no plenamente reconocido, por todos y cada uno de los asesinados en el bosque de Lupojowa, por el medio millón de gitanos, los seis millones de judíos…por todas las víctimas del terror ya sea religioso, de género, étnico, político o de Estado donde sea que fuese y cuando haya sido. Por un genuino “nunca más”, no un cliché. 

Luego, tímidamente, alguien comenzó a cantar con voz trémula el Hatikva (La esperanza), el himno de Israel. Un coro la acompañó con un débil murmullo ahogado en la espesura del bosque. Intenté acompañar, pero no pude. Mi voz estaba atragantada, mis lágrimas se derramaban impidiéndome toda chance de ver o hablar con la mínima claridad, ni cuanto menos entonar la letra de tan sentido himno. Decidí quedarme con la hoja de Berale Glickman -que su tierna alma descanse en paz- y no decirle nada a Mario, el guía. Dos días después, en un desayuno, le confesé que me había guardado la hoja y no pensaba devolvérsela. Me la reclamó, o que por lo menos le dé los datos para recuperarla. Le contesté que lo pensaría. De noche se la devolví. Fueron un millón y medio los niños asesinados. Todos están en mi corazón.


 
[1] Disponible en: https://yivoencyclopedia.org/article.aspx/Tykocin. [Acceso: 30 de mayo 2023].

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