El café representa mucho más que una simple bebida; es una ceremonia, un ritual para aquellos de nosotros que disfrutamos de las charlas y conversaciones. Es como el fuego en un campamento, como la mesa de reuniones en una empresa. Mi padre (Zl) solía sentarse a leer el periódico en la cafetería a las 7 de la mañana, y me esperaba con mi desayuno listo antes de abrir el negocio.
Él ya estaba sentado con su taza llena, pero nunca la tocaba. Decía que eso era "jugo de paraguas", pero con eso pagaba por la mesa. Yo siempre encontraba alguna excusa para tomarme mis cinco o seis espressos diarios, de pie en las barras de mármol de alguna cafetería de paso.
Con el tiempo, llegaron las eternas tertulias, tanto literarias como políticas, donde se discutían los problemas del país y, por qué no, del mundo. Luego llegaron Mc Café, Starbucks y otras cadenas, con las que conocimos las variedades más extrañas y nos acostumbramos a probar eso que finalmente adoptamos como "el café".
Hoy, siendo más mayor en edad y en casa debido a la pandemia, me he vuelto adicto a un "latte macchiato" con canela, acompañado de tres galletitas dulces que nunca deben faltar a las 3 de la tarde, para comenzar la tarde con la lectura, la escritura y, por qué no decirlo, algo de televisión.
No es el mismo café de aquella cafetería, con su taza cascada, la cucharita doblada y los pancitos de azúcar, ni el aroma del Sorocabana, pero así como muchas cosas del pasado han desaparecido, ahora podemos disfrutar de lo moderno. Como dice Alicia, nuestra compañera de tertulias literarias (hoy a través de Zoom), yo también soy amante de la canela.