Ianai Silberstein

Ianai Silberstein

 Nacido 1957, casado, dos hijos, un nieto. Jubilado. Egresado con título de grado en Teoría Literaria y Literatura Inglesa de la Universidad de Tel-Aviv en 1980. PDD en la Universidad de Montevideo en 1999. Participante de los Seminarios para líderes comunitarios del Shalom Hartman Institute en Jerusalémdesde 2009 a la fecha. Integrante del Consejo de la EIHU entre 1997 y 2006. Miembro de la Comisión Directiva de la NCI desde 2003. Presidente 2006 a 2009. Actualmente Presidente de la NCI por el período 2021-2024. Creador del programa radial “radiomaná” entre 2004 y 2009. Creador del blog TuMeser on-line desde 2009. Escritor. Charlista. Juez All-Rounder del Kennel Club Uruguayo desde 2017.

Columna de opinión

Comunidades Post-Corona: ¿A dónde vamos?

Fuente: tumeser.com

El riesgo de categorizar es simplificar. Las categorías difícilmente son excluyentes y mucho menos totalmente abarcativas. Sin embargo, son un instrumento muy útil para visualizar y entender un fenómeno complejo. El Judaísmo lo es, por lo tanto es pasible de ser no sólo percibido sino comprendido a través de categorías. Las muy manoseadas denominaciones, por ejemplo, son categorías a través de las cuales nos percibimos o percibimos a terceros como judíos: ortodoxo o reformista, conservador o secular, o simplemente tradicionalista (nunca entendí a qué se refieren quienes se definen así, no hay Judaísmo sin tradición, en cualquier denominación o categoría). Ahora que “Unorthodox” ha puesto de moda el jasidismo, no es lo mismo ser Satmer que Lubavitch.

El rabino Donniel Hartman del Shalom Hartman Institute en Jerusalém propuso, en un reciente webinar, cinco categorías para comprender las formas de pertenencia al Judaísmo; no qué judío soy, sino cómo me vinculo con el mundo judío, las comunidades. Partimos de la base que no hay Judaísmo fuera del contexto de una comunidad. Hartman enumeró cinco categorías, a saber: familia; co-creyentes; socios; inversores; y consumidores. Él focalizó su charla en la primera y en la última, yo sumaré la tercera, “socios”.

Como “familia” Hartman propone la siguiente definición: “un grupo de personas con lazos de sangre que comparte sentimientos de pertenencia y obligaciones mutuas”; como “socios”: “un grupo de personas que se suman a un proyecto común, compartiendo riesgos y beneficios”; y como “consumidores”, “personas que adquieren bienes y servicios o se benefician con su uso”. A la luz de la crisis del Covid19, todas las comunidades del mundo, cualquiera haya sido el mix de su funcionamiento hasta hace tres meses, se preguntan cuál será su modelo pasada la pandemia. Si esa combinación de categorías era una, cuál será la que nos espera en el futuro. Pronto está por verse; el calendario hebreo es inexorable y transitarlo es inevitable. A menos que decidamos ignorarlo, pero no escribimos para esos lectores.

Históricamente el modelo prevalente de pertenencia es el familiar. Antes que pueblo, somos familia: primero está el Génesis y la historia de los Patriarcas hasta Iosef; después la liberación de Egipto y el Pacto. La razón más básica de pertenencia al Judaísmo es nacer en una familia judía (devenido en nacer de madre judía, familia implícita); cuando se es judío por elección se es “hijo de Abraham (el Patriarca)”. En suma, no hay judío sin familia. En última instancia, la comunidad es la familia (del mismo modo que el pueblo surgió de los doce hijos de Iaacov), y como decía alguien, uno es tan judío como la comunidad a la que se convierte o pertenece.

Así como se complejizan los vínculos una vez que las familias crecen, así se complejizan los vínculos en el seno del pueblo judío. “Somos hermanos” pero si leemos las sagas bíblicas no queremos ser hermanos como Abel y Caín, Iaacov y Esav, o Iosef y sus hermanos. Las relaciones intra-familiares son complejas y pueden terminar con distanciamientos absurdos; pero somos familia. El problema es que si el modelo genera tanto conflicto, pertenecer a él se torna problemático: alguna vez pertenecí a esa familia, pero ya no.

La incondicionalidad que supone la pertenencia familiar, conflictiva o no, se contrapone con el modelo de pertenencia como “consumidor”. En términos comunitarios, somos consumidores cuando venimos a la comunidad en busca de un servicio (en términos comunitarios son equivalentes); si más de una comunidad lo ofrece, comparamos precios y prestaciones. Ser consumidores nos permite celebrar ciertos rituales en una comunidad y otros en otra, de acuerdo a una casuística tan vasta que ni vale la pena explicar. A buen entendedor, pocas palabras.

Nada de esto está mal en sí mismo, ya que de hecho las comunidades tienen como fin ofrecer vida judía a sus miembros y a los judíos en general; el problema radica en que si no activamos la noción de familia y no nos asociamos, cuando busquemos la comunidad y el servicio que requerimos, tal vez ya no esté allí para proveerlo. Somos miembros cuando nos sentimos “familia” y somos “consumidores” cuando nos negamos a ser miembros. No de una, sino de todas o cualquiera. Nos convertimos en el hijo “malvado” de Pesaj que se auto-excluye. Hasta que un hijo demande un bar o bat mitzva o un padre deba ser enterrado.

Lo que Hartman denominó pertenencia “societaria” yo lo llamaría pertenencia “social”: hay un proyecto común (cualquiera sea, tal vez sea sólo el hecho de pertenecer), hay riesgos y beneficios. Cuando se pertenece a un grupo se corre el riesgo de excluirse de otro; a veces las sociedades no son compatibles, uno elige. Creo que hay un judaísmo “clase social” que encaja muy bien en esta categoría, y no por ello lo desmerece. Ser parte de un colectivo como el judío es muy apreciado por muchos que no lo son (y despreciado por muchos más), aunque no todos quieran serlo; pero es percibido como un valor. Los beneficios superan a los riesgos.

Como dijimos al principio, las categorías excluyen. Para evitarlo, debemos superponerlas. Pensarnos, como judíos, cuándo estamos actuando como familia, para bien o para mal; cuándo estamos actuando como consumidores porque hay instancias de la vida judía que constituyen un valor para nosotros; y cuándo estamos siendo parte de una suerte de “sociedad” con  derechos y beneficios de pertenencia, aunque los riesgos acechen en cada giro de la historia. Cualquiera de los modelos aplica para bien, y es de esperar que sobre todo sea así; pero también aplica para mal: cuando ignoramos al hermano; si usamos sólo cuando precisamos nosotros y no el prójimo; o cuando nos creemos parte de una suerte de club exclusivo.

A la luz de la “nueva realidad” (por llamarla de alguna manera) que se asoma al final del túnel, ¿cómo conjugaremos nuestra pertenencia al Judaísmo una vez emerjamos del mismo y nos encontremos, seguramente, con un paisaje cambiado para siempre? ¿Seguiremos mirando por el espejo retrovisor sin avanzar en forma franca, o avanzaremos enfrentando los desafíos y mirando atrás de vez en cuando para no perder la noción de ruta?

Acaso la respuesta también esté en la sugerencia con que Donniel Hartman cerró su ponencia: explorar el acervo de valores y creencias compartidas, aquellos que yacen mucho más allá de ritos y denominaciones. Volver a una noción de familia un poco menos conflictiva y neurótica, salvando las diferencias que nos han alejado unos de otros. Tal vez ampliar los límites de la pertenencia de modo que no nos ahoguemos en nuestra propia ansiedad. Dar a los judíos un poco de espacio para respirar, opciones para elegir. Seamos también familia, consumidores, y socios. Nuestros enemigos no nos distinguen unos de otros, todos somos judíos.

Ianai Silberstein
(11 de Mayo de 2020 a las 12:44)

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