Los paseos al parque Rodó eran para mí un paseo con mayúscula. Papá siempre detestó subirse al auto para pasear en familia. No tengo en mi memoria ni una ida a la casa de mis abuelos sola con él. Menos que me llevara a las hamacas ni a la playa.
Cuando pienso en la calesita pienso en una infancia mucho más feliz de lo que fue. La mente tiene una forma extraña de descartar recuerdos. Tengo una imagen mía sentada en un caballito y mamá gritando que era la última vuelta.
Siempre quiero más. Me quiero quedar un ratito más en la playa, en el shopping, en la cama. Menos mal que con el vino blanco no me pasa. Soy de las mujeres que les cuesta soltar al hombre después del sexo. “Deja fluir”, me decía mi terapeuta.
Era una noche luminosa de verano. La luna estaba llena y mamá me miraba con cara de “ya está, papá está de mal humor”. Mamá era una experta en excusas. Papá era la primera. En casa era la ama y señora. Se terminó la calesita y vino la hora de la muzzarella en Rodelú. En esa época, los chicos no elegían la comida. Los padres pedían por ellos. A mí siempre me gustó la muzarella de masa gruesa con el queso estirado como un chicle.
Papá fumaba mientras tomaba un chop de Pilsen, así se le iba el mal humor. A papá no le gustaba nada el Parque Rodó, pero iba. Así que para tanto no sería. Porque cuando algo no le gustaba, no lo hacía. Recuerdo a papá con lentes tipo John Lennon y una delgadez elegante. Cuando papá discutía con mamá, se enojaba con el mundo. No me hablaba por horas, yo iba y le tiraba del saco. Pero no me daba ni la hora. Para mí el mundo era eso. Yo no sabía que había papás que llevaban a sus hijas a la calesita solos, sin mamá incluida. Por eso, yo tenía que esperar el buen humor de papá para que se cumpliera mi deseo de ir a la calesita. Cuando papá terminaba el chop, el cigarrillo, y la muzarella volvíamos a casa. Papá quería volver temprano. Siempre decía que tenía trabajo o que quería ver la tele.