Janet Rudman

Janet Rudman

Me gusta leer y escribir. Encontré en la lectura y la escritura una forma de canalizar mi esencia. Leo con la misma pasión con la que tomo café. Me gusta escribir sobre historias mínimas. He trabajado en varios proyectos editoriales uruguayos que construían identidad judía: Kesher, TuMeser, Jai y ahora formo parte del staff de SemanariohebreoJai.

Columna de opinión

Los demás tienen suerte

Recuerdo que mi  mamá decía esa frase todo el tiempo durante mi niñez y juventud.  Un día dejó de decirla. Ella era pesimista por naturaleza, la ley de Murphy hecha camiseta.

Yo me crié en una familia de mujeres, y ella ejercía el matriarcado. Su reinado se extendía fuera de casa y llegaba hasta sus sobrinos y hermanas.  Eran 5 hermanas. Dos murieron : una con 51 y otra con 62. Cada enfermedad, cada muerte se vivía  como una tragedia griega. Se hablaba en voz bajita y la palabra “cáncer” no se decía, porque era  como llamar a la parca.

El divorcio era mala palabra, y cuando un primo dejó a su esposa, mamá  siguió invitando a cenar a la ex esposa y no a él. Una mujer divorciada para ella era algo terrible, pero sobre todo si el marido la había dejado por otra. Que una mujer dejara a su marido, solo era aceptabale cuando había  violencia física o de pobreza repentina.

 Era como una defensora de las mujeres  dentro de un machismo acérrimo. Para ellas la labor de la mujer era trabajar para pagar “sus gastitos”, pero lo más importante era que el marido bancara la casa. Siempre decía que era excelente para los negocios, pero que si ella hubiera trabajado mi padre no lo hubiera hecho. No sé cómo estaba tan segura cuando su único trabajo había sido ser vendedora en un negocio de un primo y jamás volvió a trabajar después que se casó.

Hablaba de la vida de los demás como el paraíso  y la suya un drama shakesperiano. Era una adicta a la limpieza. Pasaba horas fregando ollas porque le encantaba.  Se quejaba de todo lo que tenía que limpiar y si cierro los ojos, la visualizo cada día a las tres de la tarde con un trapo de piso  lavando un piso que iba de la cocina a una habitación que mi papá usaba de refugio.  Era la persona más impuntual que conocí en mi juventud.  La diferencia es que mamá no inventaba excusas, a ella no le importaba llegar en hora. Compromisos laborales nunca tuvo, así que solo se trataba de eventos familiares y sociales. Justito antes de salir se ponía a ordenar la casa. Ella no era ordenada porque el orden le daba felicidad. No existía Marie Kondo en su época.  

Nunca me dejó entrar a la cocina porque podía ensuciarla. Antes de casarme le dijo a mi marido que yo no sabía cocinar y que no tenía devolución. No usaba esponja para lavar los platos y tampoco  escurridor de platos. Estos se lavaban con trapos y solo compraba jabón en barra. Gastaba poco en productos de limpieza, pero sus asaderas brillaban.

Mamá no había pasado la guerra,  su familia había llegado a Uruguay de un pueblito de Polonia antes del año 35, hartos de las persecuciones que sufrían los judíos.  Para ella la comida era sagrada y nada se tiraba. Los ravioles se fritaban cuando sobraban. Por supuesto que no tenía ni microondas ni lavarropas, porque eso hacía la vida más fácil. ¿Por qué la Ibamos a hacer fácil si la podíamos tener difícil?

Un día me la cambiaron. No sé si fue por efecto de una anestesia. Pasó  a agradecer por cada cosa que dios le otorga. Ya no habla de los demás, sino de su familia. Yo pensé que estaba tenía un deterioro cognitivo cuya consecuencia fue convertirse en optimista. Tuve que aceptar sin muchas ganas que la gente  cambia, aún a los 80.

 

 

Janet Rudman
(3 de Febrero de 2019 a las 19:27)

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