Friedrich Perschak

Friedrich Perschak

Lector, muy lector.  Desde hace años participo de talleres de escritura y lectura.  Estudiar Tora me lleva de la mano a mi identidad judía. Desde que me acuerdo, he leído.  En un verano, cuando tenía 9 años, mi padre nos dio a mis hermanos y a mí, libros para leer en la hora de la siesta;  ese fue el verano de Stefan Zweig. Desde ese momento mi relación con la literatura nunca se rompió. Todos los libros son buenos para ser leídos, todo lo vivido para ser narrado y para ser visto en el cine. La comunicación literaria como mi forma de vida.

Columna de opinión

Que no sepamos más de dolor

Parece que estuve con un contacto positivo, me  avisó la aplicación al celular. “Informe semanal: usted ha estado en contacto con persona positiva para Coronavirus”

No le di mayor importancia, que yo sepa no estuve con nadie enfermo y ahora me siento perfecto.

Salimos a la rambla a caminar.  Al atardecer está lleno de gente, todos corren, andan en patín, caminan o hacen ejercicios. Es una tarde normal de verano. Disfrutamos del aire fresco y de esa sensación preciosa  y exultante de que estamos vivos y que todo va ser cada vez mejor.

Después del informe diario de contagios, me duché, cenamos y nos acostamos a dormir.

“1229 nuevos casos”

De mañana temprano al tomar el primer trago de café con leche, me dolió un poco la garganta. La sentía un poco inflamada.  Será porque dormimos con la ventana abierta y me habré enfriado, pensé.

Para la tarde, sentía el cuerpo como si hubiera estado parado y caminando todo el día. Cansado más de lo común. Después de la ducha me comenzó un pequeño dolor de cabeza, era una molestia. Tomé un analgésico y me acosté a ver un poco de televisión hasta que me dormí.

“1307 nuevos casos”

La fiebre me despertó todo empapado de sudor. Tenía 38 grados.

Por suerte me hisoparon de mañana y ya para la noche tuve el resultado. No había dudas, la aplicación tenía razón. Efectivamente parece que estuve con alguien que me pasó el virus y estaba contagiado. Positivo para Coronavirus.

Me fui a dormir solo. Me llamó la médica de la mutualista. Me preguntó cómo me sentía, qué síntomas tenía y si estaba aislado. Ella me llamaría todas las mañanas. 

Me mandaron de la mutualista un saturómetro y un termómetro digital, con una carpeta para ir anotando hora y resultado de los valores. Y la advertencia que en cuanto bajara de 90 avisara enseguida a la emergencia. No me explicó porque era tan importante que no bajara de ese número.

Lo busqué en internet. A veces los pacientes no se dan cuenta que no respiran correctamente y la falta de oxígeno en sangre puede agravar el diagnóstico.

Como rutina, como parte de las pocas actividades que hacía encerrado en el cuarto me propuse medirme la fiebre y ponerme el aparatito en el dedo cada dos horas. Al principio era todo normal. Solo tenía un poco de dolor de garganta, acompañado con una molestia en la cabeza y un poco de cansancio. No había vuelto a tener fiebre. 

Según mis cuentas, para la noche del Seder de Pesaj, ya estaría sin síntomas y libre para salir y no contagiar. Habíamos hecho con toda la familia planes  para cenar juntos  en casa de mi hermano. Incluso habíamos repartido lo que cada uno cocinaría. Ya el año pasado habíamos suspendido y todos teníamos cierta expectativa de que este año iba a ser especial. Ojala que no haya cambios de planes.

Trataba de dormir,  me era casi imposible leer o ver televisión. En los tres primeros días, solo me preocupé de saber cuántos infectados había. El lunes fueron 1621, el martes bajaron a 1256, pero el miércoles llegaron a 2460 nuevos casos.

Ese miércoles comenzó a complicarse todo.

Ya no era el único positivo en la familia. Mi pareja, mi hermano y sus hijos, estaban también enfermos. Mi madre en cuarentena. 

Empecé a pensar si se habían contagiado por culpa mía. O si yo me había enfermado por culpa de ellos o de quién o en dónde.  Pensaba mucho, me culpaba, responsabilizaba a otros y me llenaba de dudas. Y en momentos en que el pesimismo me ganaba, comenzaba a pensar que mañana iba a estar peor y que la doctora mentía. Dudaba de todo, hasta de cómo me sentía.

Cada vez que me medía el oxígeno, era un poco menos. La doctora tenía razón, no  me daba cuenta que mi respiración había cambiado. Pero ese número no mentía. Y el de la fiebre tampoco. 

Por fin vino un doctor a verme. Parecía que era un astronauta por todo el equipo que tenía de protección. Me auscultó, me examinó y antes de irse me puso un inyectable y me prometió que iba a mejorar. Que tuviera un poco de confianza y esperanza.

Dormí unas horas pero me desperté sofocado, con más de 39 grados de fiebre y con menos oxígeno que cuando había venido el doctor. Ya hacía días que no veía a nadie. Mi pareja que estaba en el otro dormitorio también se sentía mal, pero no tanto como yo. 

Fue la última y única persona querida que vi cuando vino la ambulancia a llevarme al hospital. No hubo tiempo para nada.  Estaba en bata sosteniendo y sosteniéndose del picaporte de la puerta. El tapaboca no dejó enviarte un beso volador y mis ojos no pudieron expresar cuánto te quiero. 

—Adiós, no te preocupes, ya vas a mejorar— fue lo último que escuché cuando cerraron la puerta del ascensor.

Me internaron el lunes de mañana. Lo primero que hicieron fue ponerme la máscara de oxigeno. Me pusieron una vía en el brazo y un suero. A veces dormitaba acostado en la camilla. Nadie se acercaba. Me dejaron solo. Tuve que esperar mucho rato hasta que me llevaron a una habitación. Me trajeron el almuerzo. Casi no comí. Me puse a llorar.

Tenía miedo. Un miedo distinto al que puedes sentir cuando estás en un cuarto oscuro, diferente al de cuando te das cuenta que estás perdido en una ciudad desconocida. Era peor a como me sentía en una pesadilla. Era una angustia nueva, profunda, muy triste.  El miedo a morirte es imposible de explicar.

En el celular tenía muchos mensajes y llamadas perdidas. Pude contestar muy pocos. Tan solo al intentar levantar  la cabeza para leerlos me agitaba y me daba tos. Una tos horrible.

Pensaba en todo lo que me había quedado por hacer y decir. Pensaba en mi padre muerto hace tanto tiempo. Y en vos que me esperabas en casa.

Logre enviarte un mensaje de voz. Me costó mucho hablar, seguro que en vez de tranquilizarte te destrozó el corazón.

Luego ya no recuerdo más nada. Vinieron, me dijeron que en quince minutos me tendrían que sedar. Ya la vida no me iba a dar más que quince minutos. Me entubaron.

Como mi padre morí en una noche de Shabbat. La noche del primer Seder de Pesaj la pase en la morgue. El domingo de mañana un minyan prestado me enterró. Nadie querido me acompañó. Todos estaban encerrados en sus casas enfermos. Seguro que lloraban por mí, pero más que nada por ellos.

 

Friedrich Perschak
(29 de Marzo de 2021 a las 22:42)

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