Hace cuatro años fuimos a Israel con dos amigos, éramos dos judíos y uno cristiano. Por eso visitamos lugares que en mis otros viajes no había ido, por ejemplo Nazaret.
Tito, que es judío, quería ir a Nablus y tomar un café, un paseo demencial, pensaba yo, nos iban a matar, para qué pasar por allí, y solo por un café, pero lo hicimos. Nos levantamos temprano en el kibutz Degania, fuimos a ver donde nació Jesús, pasamos por Tzfat y agarramos la ruta 60 hasta que llegamos a Nablus, almorzamos y tomamos el bendito café.
Si se le hubiera ocurrido ir a tomarlo a Gaza, seguro que yo no hubiera animado a ir.
Desayunamos entre judíos socialistas, pasamos entre los judíos místicos, vimos a católicos de todo el mundo en la iglesia y almorzamos entre árabes y narguiles, como si fuéramos ciudadanos del mundo y que allí en esas horas de paseo no existiera ningún conflicto.
El café estaba caliente, era fuerte, muy negro y espeso. Lleno de borra y servido en una tacita con bordes dorados y un platito haciendo juego. Vino como cortesía del restaurante.
La paz hace que la vida sea un disfrute.
Llegamos la tarde a Jerusalén. Justo coincidió con la llegada de Donald Trump. La ciudad en ese momento estaba blindada y se nos complicó llegar hasta el hotel.
Al otro día, se cumplían 50 años de la reunificación de Jerusalén. Era Yom Yerushalaim. La imagen de los tres soldados frente al muro estaba por todos lados. Las banderas de Israel sobresalían en cada ventana. El orgullo patriótico era efervescente.
Yo me sentía feliz, de estar, sin saberlo ni planearlo, en el lugar y en el momento indicado. Por todos lados había grupos de soldados o estudiantes o escolares o vecinos con estandartes, cantando y festejando. Se organizaban bailes y fiestas en cada esquina. El Hatikva se escuchaba en los parlantes.
¡AM ISRAEL JAI!
En la parte árabe de Jerusalén se veía a la gente con caras largas y enojadas mirando como los judíos festejaban en sus barrios la pérdida del dominio jordano de esa zona. Recuerdo que comentamos: “por aquí no debería haber festejos, habría que ir a festejar por otros barrios”
Se sentía una violencia contenida. En el mercado árabe, la presencia de los soldados era mucho más evidente que en otras zonas.
De noche vimos en la muralla un show de luces y maping y escuchamos a Sarit Hadad cantarle a Jerusalén, a nosotros y a todos los judíos del mundo. Fue increíble. Si no eras sionista, esa noche te hacías sionista ortodoxo.
Hasta los tranvías eléctricos estaban pintados de blanco y azul y tenían una estrella de David en el frente.
Vimos tanques de guerra por Ben Yehuda y frente a la puerta de Yafo.
Hoy, cuatro años después, me imagino que si estuviéramos allí, no estaríamos disfrutando del viaje. Estaríamos corriendo a los refugios, escuchando sirenas y viendo pasar misiles. Gritos, bombas volando, llanto y rezos.
Quién tiene la culpa de todo esto que está pasando en estos días, desde el último aniversario de la unificación de Jerusalén. ¿Nosotros los judíos? O ellos los árabes.
Es el juego del huevo y la gallina.
Decir que es una pelea entre hermanos heredada de nuestros abuelos sería una simplificación. Una retroalimentación de una pelea de más de cien años no sería lo correcto. Un conflicto entre dos formas de ver la vida, la familia y la sociedad, estaríamos mintiendo al afirmarlo.
Si podemos pasar por Nablus a tomar un café, ¿por qué no podemos vivir en paz con los vecinos de Gaza?
Hoy todos nosotros enviamos mensajes desde la comodidad de nuestras casas y llamamos a nuestra familia y amigos que viven en Israel, para saber como están y para preguntar cómo viven esta situación tan difícil de imaginar para nosotros que vivimos en paz.
Solo queda pensar que todas estas imágenes de misiles explotando en el cielo, todos los gritos y corridas a los refugios terminen de una vez y para siempre.
¡Tenemos que poder convivir!