¿Cuántas veces me dijiste que no me querías? Supongo que unas cincuenta y cinco en el correr de dos años. Aún no logro explicarme cómo me banqué conocer a tu familia, a tu madre viuda, y a tu perro Lucas, recién al año de conocerte.
Mientras tanto, venías a casa y te instalabas frente al televisor con las picaditas de salame y queso gruyere. Te faltaban las pantuflas y eras el dueño del mejor televisor de la casa. Hiciste el papel de novio a la perfección.
Yo tenía veinticinco años y vos treinta. Yo sí te quería. Me divertía cómo gruñías cuando había un poquito de tránsito en Montevideo, pero nunca entendí los motivos de tus neurosis. Eran tantos y tan diversos. Pescabas un resfrío y por lo menos te tomabas la fiebre cada media hora. Pedías la ensalada con el aderezo al costado, como Meg Ryan en “Cuando Harry conoció a Sally”, una de mis películas favoritas. No existía la palabra T.O.C., en esa época. O por lo menos yo no la conocía, en mi casa de chica judía de clase media se comía la ensalada con el aderezo que mi mamá le ponía.
Ibas a todos los velorios, hasta al del primo del cuñado de tu abuela. Si no llegabas, ibas a la sinagoga a saludar a la familia, para vos era así, por otra parte, yo creí siempre que se saluda solo a la gente muy allegada.
Nos gustaba comentar los libros que leíamos y me recitabas por teléfono poemas de escritores que desconocía. Tenías una pócima mágica para hacerme reír y gozar por horas. Pero, porque siempre había un pero. Me decías que todavía no sabías que querías de la vida, que no te veías como padre, que aún querías disfrutar de la soltería. Me imagino que eso hacías cuando durante días no aparecías y yo temblaba ante la posibilidad que el teléfono no volviera a sonar. Estabas, dios sabe dónde, venías luego con cara de arrepentido, investigabas cada uno de mis movimientos en tu ausencia, como si fuera un hecho que yo estuviera allí a disposición. Yo te decía que no era de tu propiedad, hacía un sinfín de escenas tontas. Al final lo aceptaba de hecho porque tenía mucho miedo de perderte. Me preguntaba cómo iba a seguir viviendo el día que te tomaras los vientos. Porque yo sabía que era inevitable, que hiciera lo que hiciera, vos te ibas a ir.
Sufrí mucho cuando nos separamos, fue sin duda de común acuerdo. ¿Qué otra cosa podía decir para poner a salvo mi dignidad mancillada? Vos me dijiste que era hora de terminar la relación y yo te dije que sí. Volviste a repetir que no estabas enamorado de mí. Pasé el período más siniestro de mi vida, preguntándome por qué te toleré tantas faltas de respeto para que vos te fueras de mi vida, en el momento que se te cantó. Eras mucho más que el amor de mi vida, eras mi capricho. Yo sentía que tenía que ganarte la partida. Veía nuestra relación en términos de un juego y no me daba cuenta que era mi vida afectiva lo que realmente importaba.
Con los años, tu recuerdo quedo borroneado en algunas álbumes de fotos viejas. Me di cuenta con el transcurso del tiempo de la belleza de la simplicidad en los vínculos. Me relacioné con gente sin vueltas.
Me casé al año. Crecí de golpe. Me di cuenta de que quería un compañero con quien compartir la vida, en las buenas y en las malas. Tuve tres hijos. Un día, con mi música a cuestas, salí a caminar y sentí una mirada que me resultó familiar. Habían pasado veinte años desde nuestro último encuentro de casualidad, en el casamiento de un amigo común. Me acerqué a vos, y te pregunte a boca de jarro: “¿Es cierto que nunca me quisiste?”, te quedaste inmóvil sin saber qué decir en la calurosa mañana montevideana. Yo, sonriendo, seguí mi ruta habitual hacia la Ancap de Bv. Artigas. Pensé que dios existía y que como dice mi amiga Martina, en esta vida solo hay qué sentarse a esperar, porque todo cae por su propio peso.