Cuando Mario Vargas Llosa ha escrito sobre la muerte de Amos Oz en El País de Madrid sentí que es momento de, modestamente, poner algunas cosas en su lugar en relación a su obra y sus posturas político-ideológicas.
No que Vargas Llosa vaya a leerme; pero debo reaccionar cuando alguien tan lúcido, admirado, y reconocido (por mí sin duda alguna) manipula el hecho objetivo – la muerte de una celebridad – para trasmitir un mensaje político. Mucho menos, cuando su mensaje concierne al Estado de Israel, su coyuntura histórica y geográfica, su idiosincrasia, y su existencia. Mario Vargas Llosa ganó el Premio Nobel (que Oz no), lo cual es todo un mérito; ha escrito decenas de novelas mayores, algunas de las cuales marcaron mi juventud; ha escrito ensayos sobre Literatura dignos de cualquier académico. Pero yo dudo que Vargas Llosa sea quien deba aquilatar la dimensión no ya literaria (está en su derecho) sino ideológica de Amos Oz en relación a su país, Israel.
La nota de Vargas Llosa es sólo la frutilla de una torta revestida de un merengue pacificador, ingenuo, que pretende vendernos a Amos Oz como un adalid de la paz, el creador del movimiento Paz Ahora, y un opositor de las políticas del “Estado sionista” como tantas veces ha sido denominado Israel. Amos Oz fue sin duda un hombre de postura ideológica y política, pero ante todo y sobre todo, fue un escritor. Es como si quisiéramos recordar a García Márquez por sus posturas políticas; que haya sido comunista, anarquista, o lo que haya sido, a mí me tiene sin cuidado: escribió “Cien Años de Soledad”, y con eso tengo bastante. Pues bien: Amos Oz escribió “Una Historia de Amor y Oscuridad”, una novela que, si se me permite sugerir, es la equivalente a “Cien Años de Soledad” en la literatura hebrea; y, por qué no, judía. Pero ese ya es tema para otra oportunidad.
Hay dos problemas con soslayar lo literario y encaramarse sobre lo ideológico con la figura de Amos Oz: uno, que no lo leamos; dos, que no lo leamos libres de prejuicios. Si nos quedamos con “Cómo curar a un fanático”, no estamos leyendo a Amos Oz el escritor, sino a Amos Oz el ensayista, el ciudadano preocupado y lúcido que quiere sumar luz en su sociedad. Para leer a Oz hay que leer sus novelas y sus cuentos. El entorno es el suyo, Jerusalém, el Kibutz, el desierto… La Historia, es la suya: el Mandato Británico, el Sionismo, los ideales. Pero las pasiones que mueven el cuento, esas son universales y trascienden lo israelí, lo sionista, lo judío. No en vano fue traducido a cuarenta y cinco idiomas; no fue por su postura ideológica, fue por su literatura.
Amos Oz jamás se auto-exilió de su patria, Israel. Por más crítico de algún gobierno que haya sido, nunca miró la realidad desde otro punto de vista que el de su pueblo: Israel y el pueblo judío. Su empatía por los palestinos, evocada en tantas de sus obras a través de las aldeas destruidas y abandonadas y de los chacales que aúllan desde el horizonte, proviene de su esencia profundamente judía: aquella que predica ponerse en el lugar del otro por nuestra propia naturaleza perseguida. Básicamente, Oz se empeñó en que no nos convirtiéramos en perseguidores.
Amos Oz se exilió de su Jerusalém natal. Luego se exilió de su kibutz adoptivo, Julda. Finalmente, dejó la ciudad de Arad en el desierto (enseñó Literatura en la Universidad Ben-Gurion del Neguev en Beer-Sheva) para mudarse a Tel-Aviv. A diferencia de muchos autores, entre ellos Vargas Llosa, no precisó distancia de su país para escribir. Tal vez hay necesitado tiempo, pero no espacio. Él era, es, y será, una de las quintaesencias de lo que es Israel. Que nadie lo ponga en duda, que nadie cuente lo contrario.
Cuando lo edulcoramos como, entre otros, lo hace Vargas Llosa, perdemos su tono pragmático e inequívoco en los temas ideológicos. Así como en su literatura maneja un nivel de sutileza y matices casi obsesivo (léase detenidamente cualquier descripción del ambiente de una escena, en cualquiera de sus obras), en sus propuestas políticas se maneja casi en términos binarios: dos estados para dos pueblos que no pueden convivir y que no se quieren. Así de simple, así de crudo. O como escribiera hace ya muchos años: “ayúdennos a divorciarnos”. El uso de la metáfora en sus ensayos no sólo aporta por la metáfora en sí, sino por su uso fuera del lenguaje poético: doble efecto.
El propio Amos Oz previó, o entendió, la confusión entre su persona y sus narradores, una confusión antigua como la Literatura, pero nunca suficientemente aclarada. No en vano en “Una Historia de Amor y Oscuridad” dedica un capítulo entero, el cinco, a explayarse sobre la pretensión del lector de conocer “qué quiso decir” el autor. En un tono burlón y hasta un poco cruel, Oz se burla de ese afán simplista. Tan es así que la edición en inglés de la novela omitió ese capítulo en su totalidad… vaya uno a fastidiar al lector, habrá dicho el editor inglés. Pues Amos Oz lo hacía. Su escritura puede ser poética y susurrante como en “Una Historia…” o dura y árida como en “Judas”. En cualquier caso, los personajes y su entorno surgen con una fuerza y determinación únicas. Son personajes “marca” Oz.
Si mis palabras tuvieran mayor eco que mis fieles lectores, mi moción sería que separemos el Oz ideológico del Oz creador. Son la misma persona, pero no son la misma obra. En la primera versión, es un hombre y su circunstancia; en la segunda versión, es un hombre y sus fantasmas. Al final del día, los grandes autores nos han cautivado por cómo nos cuentan sus miedos, sus fantasías, sus anhelos, y no por cómo pensaban o qué posturas tomaban frente a la coyuntura que les tocaba vivir. Todos se insertan en su tiempo, es innegable, pero los grandes lo trascienden. Por lo tanto, Amos Oz no vivirá por sus ensayos sino por las vicisitudes de Jana Gonen, del pequeño Amos, o de Shmuel; en “Mi Mijael”, “Una Historia de Amor y Oscuridad”, y “Judas” respectivamente.
Dejemos que los personajes de Amos Oz hablen desde sus mundos. Ese es su legado. Cómo resolverá Israel sus conflictos con sus vecinos, en el seno de su sociedad, será a través de una suma de voces. No de escritores o intelectuales solamente, por más luz que echen sobre los asuntos; sino las voces de la opinión pública tal como se expresa en los regímenes democráticos. Dudo que Amos Oz quisiera ser recordado como portavoz de nada, sino como una voz honesta sobre sí mismo, su pueblo, y su patria.