Friedrich Perschak

Friedrich Perschak

Lector, muy lector.  Desde hace años participo de talleres de escritura y lectura.  Estudiar Tora me lleva de la mano a mi identidad judía. Desde que me acuerdo, he leído.  En un verano, cuando tenía 9 años, mi padre nos dio a mis hermanos y a mí, libros para leer en la hora de la siesta;  ese fue el verano de Stefan Zweig. Desde ese momento mi relación con la literatura nunca se rompió. Todos los libros son buenos para ser leídos, todo lo vivido para ser narrado y para ser visto en el cine. La comunicación literaria como mi forma de vida.

Columna de opinión

Las pistolas no son juguetes

La fila de las niñas iba hacia el salón de actos y la de los varones, más larga, a la biblioteca. Angelita, parada exactamente entre dos columnas y sobre una de las baldosas negras del damero del patio, observaba rígida el comportamiento del alumnado.

Toda la escuela estaba ocupada en la tarea.

“No se olviden traer el carnet”. Les había advertido la madre, más temprano.

Allí parado entre sus compañeros le vino una urgencia, un temblor intenso, era de las que no se solucionaría con pedir para ir al baño. Era algo más hondo, más profundo. Rompió filas y fue a buscar a su hermana.

—Vámonos.

Ana sin dudarlo lo siguió. Fueron hasta su salón, doblaron sus túnicas y las dejaron prolijas en los respaldos de sus asientos.  Los portafolios quedaron con las hebillas cerradas bajo el banco.

El portero Garay con sus cejas canosas de mandril tierno no los vio salir.

Cruzaron la calle y caminaron una cuadra hasta 18 de Julio. No iban de la mano, sino tomados como si cada uno fuera el lazarillo del otro. Entraron en la tienda TA-TA, pero como no tenían dinero solo pudieron ver las gomas de colores y sentir su aroma a frutilla y descubrieron exhibida la famosa lapicera de cuatro tintas; era la cosa más extraordinaria de la vida. La tomaron como si fuera una alhaja,  la observaron como un tesoro y la volvieron a poner suavemente en su lugar. No se animaron a apretar ningún botón intercambiador de tintas. Antes de irse pasaron por la sección juguetería.

Fueron hasta la parada de la calle Minas.

“¿Ya te animaste?  ¡Sos un campeón!”. Decía un cartel publicitario, con los colores de la bandera patria. La dictadura había sembrado señas patrióticas por todos lados.

Subieron a un trolley de los azules. Creyeron que era el que tomaban todas las tardes cuando el padre los iba a buscar para volver a casa. Se sentaron en la parte del medio, les gustaba el traqueteo que hacia al doblar en una esquina. Se sentían dentro de un gusano loco.

En silencio, miraban todo lo que podían.  A esa hora de la mañana casi no viajaba nadie.

José le señaló con la mirada a Ana el cartel que estaba colgado sobre la puerta. Había un niño rubio con cara de miedo, lloraba con el brazo extendido. No sabían leer lo que decían esas letras grandes en celeste, pero seguro no era nada bueno. Ese niño llorando los aterró.

Se bajaron.

“Es solo un segundo, van  a ver”. Les había dicho la madre más temprano.

Asustados cruzaron la avenida. Un Fiat 600 de faroles cromados, por suerte los vio y freno justo a tiempo con un chirrido de ruedas. Los hermanos no soportaron más, se miraron y vieron que estaban sanos y sin dolor, se abrazaron y se pusieron a llorar de miedo.

—¿Están solos? —preguntó preocupada la conductora. Llevaba botas altas, un jumper a cuadros marrones y el pelo rubio hecho un moño.

—Sí, nos escapamos de la escuela —José lloraba.

—¿Y a donde están yendo?

—A ningún lado –dijo Ana.

—Suban que los voy a llevar a la escuela —Señalando el auto.

—¿A la escuela? —dijeron los dos a la misma vez con resignación.

—¿A cuál van?

Señalaron con el dedo la insignia del colegio.

—Se donde queda, vamos para allí, que estamos cerca.

Cantar no ayudó a perder el miedo y tranquilizarse, tampoco el chocolatín “Colibrí”, que les ofreció.

Garay no podía creer verlos entrar de nuevo. No entendía como una señora desconocida traía  a los hermanos a esa hora. Que día complicado.

Las filas habían avanzado y enseguida les toco a ellos. Solo se escuchaban llantos y gritos. Las maestras Maruja y Alicia abrazaban y consolaban a todos los que podía. El patio del recreo estaba impregnado con olor a alcohol rectificado. Angelita parada como un faro lo observaba todo.

“Pero si no duele nada…”. Les había dicho la señora del auto rojo.

Al acercarse José pudo ver una enfermera enorme vestida toda de blanco, y a la maestra Elena que agarraba al niño de turno y lo sostenía abrazado sentado en su falda mientras que Yolanda  con una mano le extendía  con firmeza el brazo para que la enfermera disparara la vacuna.  Esa pistola era más cuadrada y grande de las que había visto más temprano en la juguetería.

Desde ese día odia las armas.

Fue solo un segundo, pero la marca duraría para siempre en el brazo.

Lo sintió como una ejecución.

“¿Te vacunaron nomas?”. Preguntaban en la televisión.

 

 

 

 

 

 

 

Friedrich Perschak
(1 de Marzo de 2021 a las 13:11)

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