En comunidad

Un valor relevante de la bar mitzvá: el Shmá Koleinu

La celebración de los trece años de un joven judío puede percibirse desde múltiples aspectos, en forma independiente o combinadas. Todas válidas. Compartiré la mía, que no excluye otros sentimientos, pero la focalizaré en un cuento familiar.

Mi padre llegó, solo, a Uruguay en 1932 a los 21 años de edad desde Polonia, con la ropa puesta, algunos enseres personales y objetos de gran valor emocional para él, como una armónica, un álbum de fotos pequeñas en blanco y negro y un cuaderno con letras de canciones en yiddish. Se fue a vivir a un altillo en Sayago. Era el comienzo de una epopeya plena de libertad y nuevos obstáculos: el idioma, ganarse la vida, juntar dinero para traer a su familia, siendo consciente del peligro que se avecinaba en Europa. Años después, logró su objetivo antes que estallara la terrible Segunda Guerra Mundial. 

Mi abuelo, su papá, era un judío religioso observante respetuoso del shabat y, rigurosamente, de todas las tradiciones judías. Se radicó con mi abuela en Sayago, junto a sus hijos establecidos en el mismo barrio. Éstos, formados en dicha “escuela”, si bien más distendidos del ritual religioso, lo respetaban a pleno. Fue así, que toda la familia celebrábamos Rosh Hashaná y Iom Kipur en la sinagoga del entonces denominado Asilo Israelita en la calle Burgues. Para mi anciano abuelo era considerable ir caminando hasta allá, obviamente, despacio.  

Todos gozábamos de aquellas ocasiones, tíos, primos y primas, familias amigas, también ellas con sus respectivos niños y niñas. Corríamos y jugábamos con sano alboroto, risas y travesuras por los jardines- y también pasillos-, mientras los adultos conversaban y rezaban. Cuando llegaba el turno de la plegaria: Shmá Koleinu (Escucha nuestra voz), se escuchaban nuestros nombres estuviésemos en donde fuese, sudorosos o excitados. Era obligatorio entrar y acompañar el rezo junto a nuestros mayores. Mi padre me señalaba con el dedo dónde leer: Al krat hazikna…al tlut kojeinu, al taazbeinu… (Cuando llegue nuestra vejez, cuando se debiliten nuestras fortalezas, no nos abandones…). La plegaria es más larga y demoraba un ratito, sin embargo, era tan significativo el valor que nos transmitían y la seriedad con que lo hacían, que le prestábamos mucha atención. Además, nos impresionaba profundamente que el baal tfila (el oficiante de la plegaria) era un anciano del Asilo, que no solo rezaba en voz alta y sobresaliente, sino que además lloraba mientras rezaba. Era muy conmovedor. Seguramente, siendo niños, sabríamos muy poco de la Shoá ni cuáles pérdidas, ausencias y dolores del alma pudieran sentir todos y cada uno de los adultos que escuchaban a aquel señor, igualmente compungidos. En lo personal, yo sí comprendía y me estremecía que le pidiera a Dios “esas cosas”, que posiblemente a él no se le cumplieron, viviendo solo en el Asilo. Mi sensibilidad e imaginación me integraban al sentimiento colectivo, el cual fluía por diversos recovecos personales íntimos y crípticos para cada uno de los presentes. 

Como homenaje a todos los ancianos del Asilo, mis padres resolvieron que yo celebrase allí mi Bar Mitzvá. Recuerdo con “enorme” cariño y emoción, que yo también me tiré al piso para juntar rápidamente los caramelos que me lanzaban con amor familiares y amigos, y repartírselos fila a fila a cada uno de los residentes, participantes contentos de la ocasión. Sus alabanzas y bendiciones por recibir un par de caramelos aún resuenan en mi corazón.

Siendo ya padres, y más alejados aún de los rituales religiosos mediante vasos comunicantes que nos conectaban con intensidad creciente a una moral más laica, igualmente llevábamos a nuestros hijos a la sinagoga a acompañar a “nuestros” padres. El Shmá Koleinu había surgido el efecto deseado y bienaventurado, por cierto.

Siendo abuelos, nuestros hijos nos visitaban con “sus” pequeños hijos a upa, a la sinagoga a la cual concurríamos, para rendir homenaje no solo a aquel querido abuelo del cual tenía vagos recuerdos, sino al espíritu de mi padre, conductor del trayecto judaico y huella digital de mi identidad judía y humanista. De mi parte, el vínculo con las Sagradas Escrituras derrapaba paulatinamente del agnosticismo al ateísmo. Pero había un gran” pero” de valioso simbolismo: los niños, año a año crecían y también ellos corrían por los pasillos. Jugaban y sudaban, mientras yo convocaba a mis hijos a leer juntos el Shmá Koleinu desde una perspectiva cultural. De hecho, es una enseñanza universal. El respeto a los ancianos y su cuidado, ha sido siempre un valor para la mayoría de los pueblos durante toda la humanidad. 

Quiso la ciencia y la biología, que los abuelos actuales, septuagenarios y aún mayores, nos sintamos cincuentenarios, concurramos a gimnasios deportivos y mantengamos con firmeza actividades laborales o culturales. Ello vuelve a imbricar ateísmo con tradiciones religiosas, educación judaica con valores universales de Derechos Humanos, cuentos de antaño con tecnología de actualidad, y nietos amorosos e inquietos capaces de mirar televisión, jugar con el celular y atender conversaciones de adultos, todo a la vez.

Hasta que llegó el gran momento: la bar mitzvá de mi nieto mayor.

Uriel Cyjon en su Bar Mitzva

 

 

Y es entonces cuando la mágica y misteriosa mística de un judaísmo casi imposible de definir, adquiere una dimensión mayúscula: revela el “ADN” de nuestra identidad judía, la de cada quien a su manera. Concurrimos a la sinagoga, esta vez, para acompañarlo a “él”. Era mi adorado nieto quien conducía mis pasos por aquellos senderos que recorrí de la mano de mis padres, los caminos que supimos marcarles a nuestros hijos para transitar año a año junto a nosotros, mientras ese judaísmo enigmático, tan firme y sólido como cambiante, remarca las trazas de una identidad milenaria que se abre paso incólume a través de smart phones y tablets. 

Escuché atentamente todas y cada una de sus intervenciones al leer por primera vez la Toráh. Sintonicé su melodía, disfruté su entusiasmo, comprendí su involucramiento, sincronicé sus sentimientos, me conmoví profundamente. Me sentí reconfortado por mis otros hijos y nietos presentes. Sentí el abrazo de la familia y amigos atentos a cada palabra e intervención. Sí supe de ausencias y dolores, pero también de compañías, amor y continuidad; de un Shma Koleinu enhiesto y vigente.

Gracias mis amados Daniel y Uriel.

Daniel Cyjon y su hijo Uriel en la Bar Mitzva

 

La cadena se extiende con eslabones fuertes y unidos. Ese mérito es suyo. Me han hecho muy feliz.

 

En familia. Uriel y su papá Daniel, sus abuelos paternos Ana y Roberto, su tía Tammy, su tío Roy y sus
primos Manuel y Sofía

 

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