Friedrich Perschak

Friedrich Perschak

Lector, muy lector.  Desde hace años participo de talleres de escritura y lectura.  Estudiar Tora me lleva de la mano a mi identidad judía. Desde que me acuerdo, he leído.  En un verano, cuando tenía 9 años, mi padre nos dio a mis hermanos y a mí, libros para leer en la hora de la siesta;  ese fue el verano de Stefan Zweig. Desde ese momento mi relación con la literatura nunca se rompió. Todos los libros son buenos para ser leídos, todo lo vivido para ser narrado y para ser visto en el cine. La comunicación literaria como mi forma de vida.

Columna de opinión

Humo

Hoy no fue un buen día, desde la mañana estuvo todo complicado. Me desperté pensando en ellas, en Clara y Márika. Creo que soñé con ella, con Clara, con su cara blanca pálida, con su cerquillo rubio, recto, como se usaba en los 70s.

Hasta que no hablé con mi hermano y me contó, no quedé tranquilo.

Clara vivía en Bratislava, Márika aquí en Montevideo. Eran húngaras. Aún no entiendo muy bien como hacían para poder viajar a visitarse o ir juntas a visitar a un sobrino que tenían en Chicago. Cómo dejaban entrar a Clara en Estados Unidos y cómo dejaban entrar a Márika en la Checoslovaquia comunista, a ella que venía desde una dictadura militar.  Pero sea como sea Clara pasaba con nosotros mucho tiempo. Otra cosa que no entiendo es por qué siempre volvía a su ciudad, que siempre la describía como fría, triste, vieja, negra, destruida y solitaria. Por qué no se quedaba aquí en Montevideo.

Una vez fuimos con mi padre a buscar a Márika al aeropuerto. Se había ido de viaje y había demorado mucho más de lo planeado en volver. 

Hacía calor.

Subimos a la terraza a ver el avión aterrizar y el viento y el ruido del avion hacían  imposible estar allí. 

La vimos aparecer en la puerta del avión y bajar por la escalera para luego caminar hasta el edificio. Llevaba un tapado de piel rubio, como ella, estaba muy flaca, como si viniera de un campo de concentración. Nunca la había visto así. Y no traía una bolsa de regalos como era su costumbre. 

Solo venia ella, con la cara triste, fría, vieja y destruida.

En el auto hablaron muy poco con mi padre y en alemán, así que hasta que no llegamos a casa y le contó a mi madre no me enteré que Clara había muerto. Tuvo una pulmonía. No sobrevivió al frío, a la falta de calefacción y de medicamentos del sistema médico comunista. 

No sobrevivió, a pesar que estaba Márika allí con ella.

Ella fue mi primer muerto. Cuando le escuché a mi madre decir que había muerto, salí corriendo a mi cuarto. Me tapé con la colcha de la cama y a pesar que tenía calor estuve mucho tiempo llorando con esa rara sensación de los sentimientos cuando te llegan por primera vez. No sabía que era. Pero tenía una especie de ardor en el pecho, una falta de aire rara que me obligaba a llorar; ahora de grande se que fue la primera vez que me sentí angustiado por algo, por Clara.

A Márika la vi por última vez en mi Bar Mitzva, mi padre la llamó para prender una de las 13 velas del candelabro. Después del baile, de la comida, de los regalos, a la hora de irse fue cuando me abrazó  y me dijo: ahora que sos grande, ahora ya puedo hablar contigo y contártelo. 

Al final nunca tuvimos esa conversación. Siempre hacíamos planes para ir a almorzar a su casa, pero nunca se cumplían. Hasta que unos meses después se enfermó y se dejó morir.

Murió sola en su casa.

Mi padre habló con todos los médicos, rabinos y autoridades municipales para poder cumplir con los deseos de Márika.  Demoró mucho, como tardó Márika con Clara, pero los dos lo lograron.

Cumplir con el pacto de hermanas.

Márika no fue mi segunda muerte. Ya había visto morir a mi abuela, a una tía de mi madre y a la hermana de una amiga. Aunque no había ido aún al cementerio sabía muy bien que los muertos eran enterrados y al tiempo se les ponía una lápida. Con Márika no pasó eso. Solo  trámites municipales. 

Cuando vino el sobrino de Chicago, estuvo un rato en casa. Solo dijo que se llevaba a Márika y que ya se había ocupado de todas las cosas que había en el apartamento donde vivían las hermanas. Trajo una caja de libros en alemán, que se mezclaron con los de mi padre.

 No quedó nada de ellas, solo el recuerdo.

A mi padre nunca le pregunté por qué no habían enterrado a Márika. Con los años mi padre se murió y mi madre no se acuerda ahora que pasó. 

Hace un rato hable con mi hermano mayor. Por lo general todas las noches hablamos. Él se acuerda de todo. Ni el partido comunista checo, ni el rabinato ni la intendencia de Montevideo, ni la de Canelones, permitían que la incineraran. No querían que ellas sean cenizas. Las dos querían tener el mismo destino que toda su familia, el mismo que todos los que ellas vieron morir en el campo de concentración al que fueron enviadas desde Budapest. No sé cómo las dos hermanas se salvaron de Auschwitz, ni cómo llegaron hasta Montevideo, ni cómo llegaron a ser parte fundamental de nuestra familia y de mis recuerdos, ni quién era ese único sobrino, solo sabemos que ahora ellas están en algún lado mezcladas con todo lo que los nazis les quitaron.

 

 

 

 

Friedrich Perschak
(30 de Septiembre de 2020 a las 12:44)

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