Cultura

La puerta de la casa de la abuela

Por Ruben Kurin

La puerta de la casa de la abuela, aquella que estaba al final de la escalera, fascinaba a mis hijos y a todos los niños que venían en las pascuas a la cena familiar.

Entre los dos días festivos reunía la anciana a todos los descendientes, que éramos cerca de ochenta, para agasajarnos con los manjares típicos del tradicional “Pesaj”.

Una semana antes comenzaba a cocinar y cada día la venían a ayudar una o dos nietas a las que les enseñaba como continuar con aquella costumbre milenaria y sus clásicos sabores. Debe ser por eso que hoy la comida continúa en nuestra gran familia, hoy desmembrada, teniendo aquél milagroso gusto de la abuela.

Habían arribado por separado. Don Bensión llegó un año antes y juntó dinero para traer a su mujer con los cinco hijos, de los cuales uno murió en Europa.Aquí nacieron cinco más y también murieron dos Como madre bastante severa y tirando a cruel.  fue un ejemplo.  Respetada y temida por todo el barrio y ni que hablar por la familia  Doña Rosa le decían, aunque su nombre era Frida.

Pues si, era la puerta al final de la escalera la intrigante y misteriosa. Esa puerta la que cada uno al llegar abría y esperaba con impaciencia la historia y el por qué de la pared de adentro. ¿A quién se le ocurre hacer una puerta en una pared sin nada por detrás?

¡ No era así!

Detrás de aquella pared había una historia.

La historia de la familia, de la casa repleta de gente y de cuartos.

La sala de piano, el altillo adonde las niñas estudiaban.

Ofelia su carrera de “química farmacéutica”, Raquel el profesorado de educación física, que en cuanto la vieja se enteró de lo que era, la obligó a dejar aduciendo que esa profesión era para putas.  Sara, que tomaba clases de canto al compás de un disco de pasta en el “combinado”.Molestando de un lado a otro andaba el más chico de los hermanos Isaac, para todos "el Nene" (Hasta el día de hoy  ¿quién no lo conoce como “tío nene” a pesar de sus ciento veinte kilos y sus 85 años de edad?). Siguiendo el recorrido, había un patio central con la clásica claraboya adonde daban los amplios dormitorios de las chicas. Un  gran baño en el que no faltaba la bañera de patas de león.

También a este patio desembocaba una especie de comedor diario que comunicaba con la inmensa cocina, ahora dividida en tres. Porque cada una de ellas fue a formar parte de los dos apartamentos construidos para alquilar y la tercera, adonde estaba el fogón, quedó por suerte con sus exquisitos olores en el área perteneciente a mis abuelos junto con una de las salidas al gran balcón que circundaba la esquina.

Balcón en el que descansaban sendas damajuanas fermentando la uva y en su interior deliciosos vinos y licores caseros. Los había blancos tintos y rosados, dulces para las festividades o secos para las comidas adecuadas. Aunque no creo que hubiera ninguno tan maravilloso como aquél vino que mi “bobe” racionaba y luego de escuchar nuestros ruegos nos convidaba en una pequeña copa de licor apropiada para nuestro diminuto tamaño.

Mirando hacia la avenida San Martín uno de los árboles de la calle dejaba que su sombra protegiera la parte del balcón adonde había dos taburetes de madera maciza.En uno se sentaba mi zeide y el otro oficiaba de mesita ratona adonde estaban el mate dulce y la infaltable deliciosa pizza casera en las tardes domingueras de verano. La abuela no tenía banco propio.Ella se sacaba una de las cómodas sillas del comedor.

Jamás hubiera apoyado su gran tujes en un lugar en el que éste no estuviera cómodo. No tenía ninguna silla preferida al contrario iba usando cada día otra así las gastaba parejo y eso contestaba ella cuando algún hijo le aconsejaba que compre algo para sentarse afuera.

Debajo de la casa familiar y con entrada directa al corredor adonde se encontraba la escalera, había una puerta que comunicaba con la trastienda del negocio y un depósito repleto de mercadería. Cuando se abría la misma un olor a tienda lo abrasaba de inmediato (quien tiene alguna que otra cana sabrá al olor que me refiero).

“Tienda El Obrero” rezaba en un barato letrero colgado arriba de la puerta principal de la misma en dos hojas de vaivén que tenían colgadas unas campanitas que al entrar un cliente comenzaban a chillar. En esa misma entrada estaban las dos vidrieras laterales en forma diagonal y había otros dos escaparates más uno en cada calle. Todo eso estaba protegido desde arriba por el gran balcón antes mencionado.

Doña Frida había sido el arquitecto constructor contratista y hasta el albañil de aquella casona construida sobre un arroyo de aguas servidas al que hubo que rellenar para poder realizar la obra.  Si no hubiese sido por mi abuela la esquina de San Martín y Roberto Koch hoy todavía seguiría siendo un arroyo. 

Por supuesto que allí donde terminaba la casa y la tienda de su usufructo afloraban seis apartamentos que se fueron haciendo y alquilando para la renta de la vejez como era de estilo en aquellos años. Y ahí, al final de la escalera y detrás de la pared protegida tan solo por esa extraña puerta se transformaba aquél que supo ser el hogar del matrimonio de emigrantes y sus siete hijos en dos apartamentos para alquilar que pasarían a ocupar extraños con otras historias a cuesta, pero para mí bobe eran los recuerdos de las voces de sus hijos hoy ausentes.

Con esta rareza doña Frida mantuvo el sueño de que su familia seguía bajo sus alas, prefirió ver la puerta y no una fría pared.

 Para ella allí detrás estaban sus hijas estudiando y en la otra parte de la cocina se seguían elaborando los exquisitos y abundantes desayunos, almuerzos, meriendas y cenas que hacían de ese hogar escondido, el porqué de su existencia.

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