Vivo en Pocitos desde que nací. Me fui mudando cada vez más hacia el este, cuatro mudanzas en cincuenta años. Amo cada rincón de mi barrio. La pandemia me enseñó a disfrutar cada paseo. Salgo a la calle y siento el movimiento de las hojas de los árboles. Llego a la esquina y mido el viento. En invierno, me da miedo que me tire contra la acera. Estamos en primavera, la brisa es suave y la temperatura agradable. Mi calle está plagada de edificios de los años ochenta, algunos nuevos y otros piden a gritos que los atiendan y pinten. Me gustan los canteros con flores multicolores que alegran el paisaje. Pocos edificios tienen portero ya. Cómo disfrutaba salir a caminar y saludarlos por sus nombres. Ahora en la mayoría de los edificios pusieron totems, y no hay más gritos de acera a acera.
Conozco a los perros de la cuadra y a sus dueños. Milo, el cocker de mi amiga Mariela me salta encima cuando nos encontramos. Y Nenon, un cusco enorme blanco y ciego, me huele, cuando lo encuentro con Mica, su dueña. Le encanta jugar y yo lo acaricio, es adoptado y valora cada caricia.
Pocitos está lleno de locales vacíos por los alquileres caros y la pandemia. Abundan las peluquerías, farmacias y panaderías artesanales gourmet. De mi balcón, puedo ver las ofertas de la panadería, en un pizarrón con tiza blanca. Sus medialunas son mi perdición. Siempre prometo abandonarlas, pero soy una adicta a la harina que no se esfuerza por curarse.
A una cuadra de mi casa, está la rambla. De mi balcón, si miro de costado, veo el mar. Durante el confinamiento, disfruté de mi balcón, al igual que de las junto al mar, me amigué con las bicicletas me chocan por mi andar despistado. Me gusta mucho más caminar por la rambla que bajar a la playa, aunque este vacía. La playa Pocitos es ancha, de arena fina, muy superior a la de Varadero en Cuba. El agua no es su punto fuerte, tiene días verde, transparente y otros marrón.
Me gustan los días feriados, con poco movimiento de autos, en mi barrio, hay más autos que gente. Cruzar la calle para ir a la Rambla es una hazaña que requiere tiempo y paciencia. Tengo pereza para caminar una cuadra y llegar al semáforo. En la esquina, está mi confitería preferida. Entro, me siento, me saludan, y me ofrecen una torta ni muy dulce ni muy amarga, sin dulce de leche. Puede ser strudel, tiramisú o baklava.
Y el borracho del barrio siempre aparece cuando menos se lo espera. Se expresa mejor que un abogado, dicen que se le murió un hijo y entró en la droga. Duerme en la calle y no quiere ir a ningún refugio del estado. Siempre le doy unos pesos, porque tiene un lugar en el paisaje.
El complejo de cines Alfa-Beta cerró por la pandemia y lo están reciclando, va a tener librería, cafetería y restaurante con el sello de Escaramuza, la librería más icónica de Montevideo. Me gusta mucho salir de noche a pie, a dos cuadras hay pizzerías, una parrillada, un restaurante con sushi y hamburguesas y dos bares para jóvenes.
Cuando mi hija se mudó, tuve la fantasía de mudarme al centro y me arrepentí al toque. Extrañaría la rambla, tener comercios abiertos cerca, me haría falta hasta el ruido del camión de basura por la noche.