Tengo cuarto nuevo. Es azul y me alegra. Huele a metas cumplidas. Abro los cajones y no están vacíos. Se pueden encontrar pastillas de Raid o esmaltes color flúor a medio terminar. Ahora es mi lugar. Puedo leer hasta tarde sin apagar la luz. Hay estantes medio vacíos que visualizo con los libros que me importan hoy. Qué diferente a mi cuarto de adolescente, recuerdo aquellas paredes empapeladas con flores y los muebles Luis XV. En aquel cuarto sin posters ni biblioteca, viví hasta que me casé. Nunca lo sentí como mío. Por eso jamás lo extrañé
En el que habito ahora, hay un alma que se fue y quedó en cada rincón. Cada detalle fue elegido por la que habitó el cuarto. Los muebles son negros. Duermo y leo. Leer es mi pasaporte a la cordura. Porque estoy de malhumor. Lo nota el taxista que me trae a casa y no tiene cambio, el chico de Rappi que tampoco tiene, que me dice en una hermosa tonada caribeña "bendiciones", que la vida es corta y no me amargue.
Sueño con unas vacaciones en Punta del Diablo. Me alimentaria a mejillones y vino blanco. Y pan casero. Estaría horas en el agua de la playa hasta quedar arrugada. Leería algo de Sophie Ranald o algún libro romántico con final feliz. Mientras tanto termino “Si esto es un hombre” de Primo Levi y coqueteo con la compra de “Geografía de la oscuridad” de Katya Adaui. Quiero leer cosas livianas y me concentro en textos de Borges trabajados en el taller de Pedro Mairal.
No es momento de resoluciones ni planes para el futuro. Si llueve miro por la ventana por horas. ¿Y si escribo boludeces de autoayuda para Instagram, esas frases que solo le sirven al ego del dueño de la cuenta? Me da vergüenza. Lo único que me ayuda es la cerveza con gusto a limón y un chocolate lindt relleno. Como no encontré cerveza de limón me compré una Patagonia weisse.