Israel

Epifanía en Eilat parte I

Por Emilio de Pedro

Jorge miró la playa esa tarde tórrida, hinchó los pulmones una vez más del aire marino, y se dijo, como tantas veces (se lo repetía cada vez que estaba contento con algo de manera inesperada) que muchas veces las cosas, las situaciones, son lindas, aunque no de la manera que uno esperaba, sino distintas. ¿Qué esperaba él de esa visita a Eilat? Nada en particular, gozar del sol y de Israel; pero entonces había sido apenas un destino adicional en su largo listado de lugares y personas a visitar, y ahora descubría que le encantaba ese lugar, todo tan de plástico y a la vez todo tan agradable, funcional y fácil. 

Además, estaba Ruth ahí. Ruth… Se habían conocido por las redes sociales, como todo el mundo en esos años horribles de 2020 y 2021; habían compartido mil Zooms, muchas peleas en las redes contra los nazis de siempre, algunas coincidencias en algunos debates sionistas, un par de likes ahí, y un retweet allá, dieron lugar a un café cuando todo abrió, a una charla que ya llevaba más de un año, y a una relación entre ambos que nada ofrecía, nada prometía y sin embargo los llenaba a ambos. Ruth coqueteaba a desgano con la idea de hacer aliá, así que había ido por su cuenta; sus propios amigos, sus propios recuerdos, dijo, no me quiero cruzar con vos y tu emocionalidad desbordante en el Kotel, ni quiero acompañarte a tirar cañonazos en el Golán, y en cuanto a tus amigos (“y tus amiguitas” decía con malicia en los ojos y una voz levemente sibilina), son tuyos y no me interesan. Así que nos vemos en Eilat, dijo – y allí estaba, bajo el sol, en malla enteriza, discretamente linda, ácidamente afectuosa. Ambos se querían mucho, pensó, pero ni locos se lo iban a confesar mutuamente. Era tan obvio, por otra parte, que a esta edad andarse reclamando “¿me querés?” era casi una idiotez. O al menos eso le parecía a él. 

Nada, se dijo, que estoy viejo y reflexivo, y mientras se limpiaba las manos de arena empezó a caminar lentamente hacia los chiringuitos de la costa a comprar dos cervezas — una para Ruth y otra para papito, pensó. Los chiringos eran todos iguales en su diversidad, todos con aspecto mediterráneo, todos festivamente alcohólicos — se dirigió a uno que por algún motivo le llamaba la atención; es más, lo inquietaba levemente, aunque no conseguía distinguir porque mientras caminaba en la arena seca hacia el puesto y el viejo-flaco-seco-rubio-a-más-no-poder que lo atendía. “Pinta de ruso —habrá llegado a comienzos de los noventa”, pensó; pero había algo vagamente familiar en él que le llamaba la atención.

A unos diez pasos le cayó la ficha: “¡Kamenev!” se dijo, y se rio entre dientes de su broma privada mientras seguía avanzando sin prisa. “Kamenev…” se repitió; y ese recuerdo le pareció parte de la irreal realidad que vivía ahí con Ruth. Eran en verdad dos caras de la misma moneda, Ruth y ese recuerdo, en cuanto a que ambos venían del universo de jewitterde 2020/2021; aunque Ruth, con su habitual franqueza, le había dicho “soltá esa boludez de una buena vez, ¿querés? A nadie más que a vos, a la Maga y a Porat les importa eso – y ni siquiera estoy seguro de ellos dos”.Ruth, siempre Ruth aterrizándolo, pensó. 

La cosa había sido así: Porat – amigazo, vieja escuela en todo, un sujeto larger-than-life en muchos aspectos, y un sacerdote laico del sionismo – había instalado desde hacía algún tiempo ya un concurso de sionismo por Twitter, donde esencialmente planteaba preguntas de complejidad creciente, y en el que se competía por el honor, aunque también habían premios de algunas organizaciones comunitarias. Jorge había ganado cómodamente el primero (justo antes de la pandemia), y con ello había adquirido una cierta famasionista XXL que lo enorgullecía; fama aumentada por el hecho de que Jorge era irreparablemente goy y gallego, por mucho que amara Israel. Así que ahí andaba Georgie, “nuestro druso” como lo llamaba Porat.

Bueno, al año siguiente, en plena pandemia, con todo el mundo viviendo 24-7 en las redes, apareció la Maga. La Maga… otra persona larger-than-life. Atlética yllamativa (“decime bonita, potz”), deportista, más brava que comer chile en ayunas, con un sentido del humor tremendo, misteriosa con casi todo el mundo, había aparecido un buen día y le había complicado la vida a Georgieen las lides sionistas — de hecho, ganaron juntos el siguiente campeonato sionista, y siempre sospechó que la Maga había pifiado una de esas que son facilísimas (onda “¿cuántos ojos tenía Moshé Dayan en la mayoría de sus fotos?”) para dejarlo empatar. Con esos antecedentes, la próxima edición del campeonato sionista prometía ser todo un espectáculo. 

Y vaya si lo fue, reflexionó Georgie, mordiéndose el labio con amargura sin darse cuenta. La primera pregunta fue sobre una operación en la que la Fuerza Aérea israelí emboscó en 1970 a un grupo de pilotos soviéticos que estaban ayudando a los egipcios y los hizo pedazos. Bien hecho, por meterse a joder donde nadie los llamó, pensó Georgie; pero ahí empezó el problema, porque la pregunta de Porat era “¿cuántos pilotos soviéticos murieron?” (¿¿“Y a quien le importaaaaaa…??” recordaba la voz de Ruth preguntándole eso). “Seis”, contestó Georgie con suficiencia (se sabía soberbio, que vamo´acerle); pero la Maga dijo “cinco” – y eran cinco nomás. El que faltaba era un tal capitán Kamenev, queJorge encontró en la lista de bajas; pero Poratle dijo que en la lista de muertos por la URSS publicada por el Soviet Supremo ese año no estaba Kamenev, y punto. Georgie protestó, se quejó, documentó sus reclamos; pero Porat, que era inflexible en su honor, le dijo “lo siento chango, pero es como es”. La cosa se volvió una broma entre todos los participantes del concurso; Georgie, que terminó perdiendo por UN punto (justo ese) con la Maga (que se lo refregó alegremente en la cara por semanas), no lo encontró tan gracioso, aunque bromeara sobre eso. Ruth tenía razón; ¿a quién le importaba? Después de todo…

—  So? SO? — una voz cascada en inglés con un fuerte acento raro lo sacó de sus pensamientos. El viejo eslavo del chiringo lo miraba con pocas pulgas e impaciencia. Cinco minutos parado acá pensando idioteces, se dijo Jorge… 

— Please MOVE if you are not buying anything, SIR! – la vozcascada se volviófrancamenteimperiosa. Tenía razón, pensó, mientras se corría a un costado y dejaba que el viejo atendiera a la fila de tres o cuatro personas que se habían formado detrás de él. Gente linda, aflojada, joven. Qué manera de pensar giladas, pensó mientras esperaba su turno y pensaba que le iba a llevar a Ruth. 

La espera lo ayudó a mirar mejor al viejo cascarrabias, y hasta pensó en cambiar de chiringo; pero no tenía nada que hacer y se sentía vagamente culpable de haberlo hecho esperar, así que se quedó. El viejo era menudo, pinta de gallo peleador. Corte de pelo al rape, cejas juntas, con una sonrisa rara, en la que los ojos no sonreían. Setenta años, pensó, o algo así, bien llevados. Al lado de el, mirándolo con aburrimiento y afecto, una mujersabra de unos cincuenta y largos (¿su pareja?) cobraba en la caja. Al fondo, unas fotos en blanco y negro desvaídas adornaban – ponele – la pared de atrás del chiringo. Aviones – aviones –toda clase de aviones. Otra cosa más que me hace acordar a Kamenev, pensó. 

— What can I do for you, sir? le espetó nuevamente el viejo, evidentemente irritado. 

— Por empezar, comprateuna cara menos de culo que esa - dijo bajito Jorge mientras miraba la lista de cervezas.

— Si le rompo la suya, señor, no se va a perder mucho – dijo de la nada el viejo con una sonrisa fría, en un español gutural pero perfecto. 

—  ¿Eh? ¿De dónde sabe castellano? – fue la respuesta entre sorprendida y avergonzada de Jorge, mientras pensaba que el viejo ese no podía razonablemente boxearlo, pero que tenía razón, a fin de cuentas. 

— ¿Qué le importa? ¿Lleva algo, o no? – dijo el viejo, con un leve aire de diversión

— Si, por favor – dos Heineken bien heladas y dos paquetes de bamba. 

—  OK — dijo el viejo, y se puso a prepararle el pedido, nada complicado, por cierto. 

—  ¿De dónde es Ud.? ¿Como aprendió castellano? – le dijo Jorge para sacarle tema. 

—  Polonia; vine en los noventa. Mi mujer me enseñó castellano. Es venezolana, ¿sabe? – respondió de manera algo automática el ruso-ahora-polaco.  - ¿Y Ud.? – 

— ¿Yo? Argentino — dijo Georgie, mientras pagaba y semblanteaba al viejo polaco. Algo le hacía ruido, pero no sabía bien qué. 

—  Vuelva cuando quiera — o no vuelva nunca, tanto da — le dijo, con una sonrisa cortante el polaco. La mujer lo miró con hastío; evidentemente el sarcasmo era su costumbre

Jorge volvió con Ruth, a mirar el mar y tomar cerveza. Esa noche, mientras cenaban, le comentó el incidente, sin omitir las partes donde quedaba mal parado. 

— Seguís con esa gilada de Kamenev, veo – le dijo ella mientras pensaba claramente en otra cosa. Y de repente agregó — Es raro; casi no quedaron judíos en Polonia después de la Shoá; y el único del que me vengo a enterar está acá en un chiringuito —mientras un gesto de su cara daba el tema por cerrado. 

Esa noche hicieron el amor con afecto, con pasión, con amor. Después de eso, cada uno a leer; ella, fiel a su estilo, se puso con el último libro de Yishai Sharid; él releyó por vez número mil uno de sus textos favoritos de Borges, “Tema del traidor y del héroe”; y ahí nomas, sin saber por qué, leyó “El hombre en el umbral”, y se le ocurrió algo imposible, pero…¿y si era?. Se fue a dormir con el tujes pegado al de Ruth, que ya roncaba suavemente hacia rato; mañana podía ser un día entretenido. 

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