¿Quién puede resistir la tentación de entablar una conversación con un desconocido amparado por el anonimato? Muchas canciones e historias tienen como protagonista a un taxi.
Eran las cuatro de la mañana en una fría noche de invierno. Me llamaron desde la imprenta para avisarme que mi revista iba a entrar en máquina en media hora. Salí de la cama, me preparé un café, me cepillé los dientes y llamé al 141. En aquel entonces no existía Uber.
Esperé unos minutos y allí estaba, el taxi, como una maravilla negra y amarilla. Subí para sentarme junto al conductor, quien me dijo que estaba prohibido, pero como me había subido en mi casa, haría una excepción.
Empezamos a conversar. Yo, en un esfuerzo sobrehumano por recobrar el sentido, estaba medio adormilada; él, intentando salir de su aburrimiento. Me contó que con el GPS de la central los tenían muy controlados, que había compañeros que se escapaban con señoras para "pasar un buen rato" durante el horario de trabajo. Sin embargo, la central de taxis los descubría y los sancionaba. En mi somnolencia, entendí que la tecnología estaba poniendo en peligro los encuentros casuales de los taxistas. De repente, desperté. Sentí que mis sentidos se agudizaban. Entonces, le respondí: "Pero, ¿quién le asegura que van a pasar un buen rato? Piense en que se escapa del trabajo, se va con una pasajera a un motel y lo pasa horrible". No solo habría perdido el tiempo, sino que también se habría ganado una suspensión laboral.
La cara del taxista se puso de todos los colores. Luego empezó a reír sin parar. Me dijo: "Pero usted, señora, sí que tiene sentido del humor". A lo cual contesté: "Una cosa es que conozca a alguien y haga una cita para otro momento, y otra muy distinta es que abandone su puesto de trabajo".
