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Todos estuvimos en Auschwitz. El emotivo testimonio del futuro Ministro de Educación de Uruguay.

                Un día de invierno muy frío (en aquella parte del mundo realmente hace frío) pasé muchas horas recorriendo Auschwitz. Eso fue hace casi tres décadas, pero todavía recuerdo con nitidez el tropel de emociones que me fueron sacudiendo.

                Recuerdo la abrumadora cantidad de zapatos sin dueño. Recuerdo las montañas de valijas con direcciones y nombres de familia escritos en el cuero, testimonios conmovedores de una frustrada esperanza de retorno. Recuerdo haber visto algo que de lejos parecía una inmensa bola de alambre semioxidado, pero de cerca se revelaba como una maraña de lentes aplastados (las armazones eran de metal, los cristales a veces estaban y a veces no, o estaban astillados). Recuerdo una enorme cantidad de cabello humano, que era como una cachetada en plena cara. Recuerdo las flores frescas en un espacio donde estaban colgados los retratos de parte de las víctimas, y las velas encendidas en la celda donde murió el padre Kolbe. Recuerdo, por supuesto, el horror de las cámaras de gas y los hornos crematorios.

                Pero una de las cosas que más me impactaron fue percibir todo el cuidado y toda la planificación que había detrás de la construcción de ese complejo. Los seres humanos hemos cometido muchas atrocidades a lo largo de la historia, pero muchas de ellas fueron perpetradas en momentos de pasión descontrolada. Eso no es una excusa para lo que ocurrió, pero al menos puede decirse que no hubo tiempo para pensar. En Auschwitz no hay nada de eso. Todo lo que uno ve fue diseñado parsimoniosamente sobre la mesa de trabajo de ingenieros y arquitectos: el entramado de las vías de tren, el trazado de las calles interiores, la ubicación de las torres de vigilancia, colocadas de tal modo que es imposible circular sin ser visto. Hasta la calidad de las construcciones (especialmente en el núcleo original) revela deliberación y profesionalismo.

                Auschwitz fue construido sine ira et studio, como decía Tácito. Allí no hubo ningún impulso de brutal ferocidad, sino planificación y cálculo. Todo lo que la tecnología podía ofrecer en ese momento, toda la capacidad logística desarrollada hasta entonces, todas las nociones disponibles de organización y eficiencia, fueron utilizadas para matar con propósito de exterminio. Más allá de controversias, Hannah Arendt tenía razón cuando decía que el impasible burócrata Adolf Eichmann no era una excepción sino un caso frecuente. El palpar materialmente ese uso criminal y desalmado de la razón humana hace que el horror sea todavía más horroroso.

                Igualmente impresionante es recorrer la mínima distancia que separa al campo vallado de la pequeña ciudad que siguió tranquilamente su vida mientras se producía la matanza. Todos hemos leído a autores que señalan que era imposible ignorar los trenes que llegaban llenos y se iban vacíos, el humo de las chimeneas, el olor de las cremaciones. Pero una cosa es leerlo y otra cosa es percibirlo en el lugar mismo. Cuando uno está allí, el dato histórico se convierte en escándalo.

                Auschwitz no es solo (aunque es también) un episodio de la historia alemana, polaca, o judía. Auschwitz es un lugar universal, porque de algún modo materializa extremos que forman parte de la experiencia humana: la prepotencia homicida, el afán genocida (se ha dicho con razón que solo los seres humanos son capaces de intentarlo), la fragilidad indefensa, el dolor infinito, la indiferencia ante el horror (o directamente la complicidad y el aplauso), el convertir a la razón humana en un instrumento al servicio de los peores fines, la capacidad de mantener la dignidad y la ternura en medio de las condiciones más atroces.

                En un sentido moral (y sin banalizar en lo más mínimo la terrible experiencia de quienes realmente estuvieron allí) todos estuvimos en Auschwitz y todos podemos volver. La vida personal y colectiva puede enfrentarnos a escenarios impredecibles.  Lo único que realmente está bajo nuestro control es elegir de qué lado vamos a estar: si del lado de la prepotencia homicida y genocida, de la complicidad y la indiferencia, o del lado de la dignidad, la sensibilidad, el reconocimiento y el respeto de los derechos. De qué lado elijamos depende que el horror nunca llegue a repetirse.

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