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Nueva novela de Fernando Butazzoni, sobre el caso del criminal nazi asesinado en Uruguay

Un personaje y tres reflexiones

(Por FERNANDO BUTAZZONI)

El próximo 29 de junio saldrá a la venta «Los que nunca olvidarán», novela de Fernando Butazzoni que relata en todos sus detalles una operación clandestina del Mosad en Uruguay. Según sus editores, el libro «es un campo de batalla entre la verdad y la mentira». A continuación, ofrecemos un texto del escritor en exclusiva para Semanario Hebreo, a propósito de la novela. 

Herbert Cukurs 

 

 

La escritura de este libro me llevó por caminos que para mí eran desconocidos y que, debo decirlo, me resultaron desgarradores. Hice un esfuerzo emocional muy grande, durante cuatro años, para adentrarme en las vidas y las miserias de quienes protagonizaron aquella historia tan singular y extraordinaria, que conmocionó al mundo: el asesinato de un criminal de guerra nazi. 

Ocurrió en Uruguay, en el balneario Shangrilá, muy cerquita de Montevideo, en febrero de 1965. Por eso me parece interesante contar algunas reflexiones acerca del personaje que integra de forma central la estructura principal del libro: la víctima del crimen.

Se llamaba Herberts Cukurs, era letón, había nacido junto con el siglo y, hasta la invasión alemana de 1941, era considerado un héroe tanto en Letonia como en buena parte de Europa. 

Fue uno de los pioneros de la aviación, y sus logros en ese campo lo colocaron en un sitial de privilegio internacional. Había volado en solitario, en un pequeño avión fabricado por él mismo, primero a Gambia, en la costa occidental de África, en un viaje impresionante de miles de kilómetros. Después hizo lo mismo hacia el oriente, y viajó desde Letonia hasta Japón. Y de regreso, de nuevo, desde Tokio hasta Riga. Otra hazaña notable que contribuyó grandemente al desarrollo de la industria aeronáutica.

Herberts Cukurs en 1937, a su vuelta de Gambia, cuando aún no era un criminal de guerra.

 

Aquella vez fue recibido en su patria como un campeón de los cielos. Las autoridades letonas lo condecoraron con al Orden de las Tres Estrellas, la máxima distinción del país. También le regalaron una granja, a la que se fue a vivir con su mujer y sus hijos más pequeños. La vida le sonreía. Era famoso, y por mérito propio integraba el selectísimo club de los grandes pioneros aéreos, junto con Lindbergh, Santos Dumont, Amelia Earhart, Jorge Chávez y, si acaso, algún otro.

Más tarde, ese hombre famoso, próspero y de éxito, cuando los alemanes invadieron Letonia se convirtió en un estrecho colaborador de los nazis, integró un comando dedicado básicamente a matar judíos, y participó con entusiasmo en el saqueo de su país. Tras la llegada del Ejército Rojo al Báltico en 1944, huyó con su familia: Berlín, Marsella, Río de Janeiro, San Pablo. Nunca se ocultó, siempre usó su nombre verdadero, siempre dijo que era inocente.

Pero no lo era. Durante años, las acusaciones y pruebas en su contra brotaron como pasto en primavera: había tiroteado a cientos de personas en Rumbula y en otros sitios, había estrellado bebés contra las paredes en el hospital de Riga, había incendiado una sinagoga con gente en su interior. ¿Por qué hizo esas cosas? La respuesta es tan sencilla que resulta incomprensible: las hizo porque era un antisemita radical. 

Su odio y el desprecio que profesaba contra los judíos, hallaron terreno propicio para desarrollarse cuando los nazis entraron en Letonia. Entonces él dio rienda suelta a esos sentimientos y, libre de toda atadura, procedió como una bestia.

La primera reflexión que quiero plantear tiene que ver con el poder destructor del antisemitismo. Es cierto que quienes odiaron y despreciaron a los judíos lograron, en varias ocasiones a lo largo de la historia, la aniquilación casi completa de esa entidad indefinible (¿una fe, un pueblo, una nación, una cultura, una doctrina?). Y también es cierto que, aunque no pudieron exterminar a los judíos, por distintas causas fueron exterminados ellos mismos. 

El ejemplo más notorio es el nazismo alemán, aunque no es el único. En efecto, muchos momentos de la historia muestran cómo los principales incitadores del odio antijudío acabaron destruidos. Cabría preguntarse si ese mismo odio no fue, en sí mismo, una de las fuerzas poderosas que llevó a esa destrucción.

Cukurs fue un monstruo elegante de ojos azules, políglota y astuto. Era un hombre fuerte y avispado, que tenía cabeza de ajedrecista y manos de mecánico. Hasta el día de hoy, sus descendientes lo consideran todo un héroe. Una de sus bisnietas, la famosa cantante pop Laura Risotto, lo ha descrito como “una especie de Indiana Jones”. Quienes lo conocieron en su época nazi lo catalogaron, en cambio, como un ser infame, de costumbres aberrantes.

El hecho incontrastable es que él fue asesinado de mala manera en Shangrilá, en un operativo comando llevado a cabo por varios agentes del Mosad con el conocimiento y apoyo de las máximas autoridades de Israel y, como es obvio, sin el conocimiento ni el apoyo de las autoridades uruguayas. 

Muchas personas consideraron en aquel momento que la acción había sido moralmente reprobable, y muchas personas aún hoy creen que fue un crimen terrible cometido para colmo por un Estado formado por quienes, a su vez, habían sido víctimas del crimen más terrible de todos. 

Y muchos judíos, entre ellos algunas destacadas personalidades de la vida política y cultural de Israel, aún hoy sostienen que Cukurs nunca debió ser ejecutado, que su muerte fue un acto no solo ilegal sino vergonzoso, y que las víctimas de Cukurs no merecían que él muriera sin sentarse antes en el banquillo de los acusados.

La segunda reflexión, entonces, tiene relación con las connotaciones morales del homicidio de Herberts Cukurs. Si cuando, en 1960, los israelíes secuestraron a Eichmann en Buenos Aires, el debate se centraba en la legalidad de tal acto ―habida cuenta de quién era el personaje y de las nulas posibilidades de lograr su extradición y evitar su fuga―, en el caso de Cukurs ese debate no ha tenido un centro demasiado claro, porque los motivos que llevaron a su muerte nunca fueron explicados por Israel. La pregunta es si existirá algún motivo lo bastante sólido como para entender ese crimen y exculpar a sus autores. ¿Por qué Israel resolvió matar a Cukurs? ¿Fue nada más que una venganza, una pasada de factura con veinte años de retraso? ¿Hubo otras razones? De eso doy cuenta en el libro, así que no voy a explayarme aquí sobre el punto. Apenas quiero señalar un aspecto, a modo de adelanto: muchas veces la realidad encubre la verdad, y lo que vemos es apenas una apariencia, que es real pero no es verdadera.

Eso ocurrió con aquel hombre. Parecía talentoso, amoroso con su familia, trabajador y honesto. Ese manto de realidad lo conservó incluso cuando debió cargar sus petates y marcharse a toda prisa a América del Sur, a comienzos de 1946. Y ese manto lo mantuvo con firmeza en Brasil, lo trasmitió a sus hijos, lo publicó en la prensa. Era como si con él cubriera sus partes pudendas. Hasta que algo, alguien, tiró del manto y todo quedó al descubierto. Entonces la verdad brilló con una luz que, en ocasiones, enceguece y mata.

La tercera reflexión es apenas una pregunta, que en lo personal me hago desde que tenía dieciocho o veinte años: ¿Cuánto de nosotros y de los demás debemos sacrificar para que brille la luz de la verdad? Creo que cada lector, después de leer el libro, tendrá la incómoda tarea de responderse a sí mismo esa pregunta.

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