Israel

Aliá en tiempos de Coronavirus

Por el joven uruguayo Shai Steinhaus, hoy radicado en Israel

N. de Red: Shai, de 30 años, estudió Gestión Hotelera y Turismo, trabajó como Coordinador de Ventas en el hotel Hyatt y fue Profesor de Ventas en el Instituto Técnico Hotelero del Uruguay.

Fue alumno del Yavne, tanto en primaria como en el liceo, y fue a Betar. Su familia vivió varios años en Israel. Su papá Uri Steinhaus vive hoy en Israel y su mamá Déborah Telechansky, morá en el gan del Yavne, en Montevideo. Shai tiene en Israel también a la mayoría de su grupo de amigos de la tnuá.

Shai reside hoy en Ramat Gan.

Este es su relato.

 

Emigrar a un país es siempre una experiencia que nos transforma, que nos desafía hasta los límites de las emociones más profundas del ser humano. Es un remolino que nos empuja de la alegría a la tristeza, de la esperanza a la incertidumbre, de la sólida confianza a la más paralizante ansiedad en cuestión de segundos.

 

Emigrar ciertamente no es fácil, y hacerlo durante la pandemia mundial del COVID-19 no ayuda. 

No importa qué tan fuerte sean los ideales sionistas con los que te hayan criado, jamás se está preparado para hacer aliá en medio de una crisis mundial de estas dimensiones.

 

Mi fecha original para hacer aliá era el 23 de marzo, 2020. Como todos ya sabemos, el primer caso de Coronavirus en Uruguay fue detectado tan sólo diez días antes, el 13 de marzo. Pocos días después mi vuelo es cancelado y comenzó una serie de cancelaciones que resultaron en casi tres meses de espera. 

 

Finalmente, y gracias al auspicio y apoyo de la organización Keren Leyedidut, pude embarcarme en lo que sería el comienzo de un viaje que hasta hoy, mientras escribo estas líneas, no acaba.

 

Partimos del aeropuerto de Carrasco el día sábado 20 de Junio en compañía de quien sería mi compañero de viaje, Grego Stukalski, quien a sus 74 años tomó la valiente determinación de partir hacia Israel y comenzar una nueva vida allí, sueño que lo tuvo esperando desde diciembre de 2019.

El primer destino sería San Pablo, Brasil, en un vuelo de no más de 3hs. Ya en el aeropuerto el escenario estaba enrarecido por la falta de personal y pasajeros. Nuestro vuelo fue uno de los acordados por el ex Canciller, Ernesto Talvi, con la aerolínea Amaszonas. Es un vuelo semanal, los días sábados, que conecta Brasil con Uruguay. Antes de subir nos solicitaron pasaporte o prueba de residencia de nuestro destino final, Israel, de lo contrario no podíamos embarcar, ya que dicho vuelo es únicamente para repatriados.

 

Una vez en el avión vimos, totalmente asombrados, los protocolos de seguridad que se habían implementado. En primer lugar, debíamos viajar con barbijo durante todo el trayecto siendo que el avión estaba completo de punta a punta. Los asistentes de vuelos y aeromozos parecían enfermeros de una película apocalíptica. Totalmente vestidos, de pies a cabeza, con ropa especial, guantes, barbijos y máscaras plásticas.

 

Llegados a San Pablo debíamos esperar unas once horas hasta que saliera nuestro vuelo de Ethiopian Airlines con destino a Addis Abeba, Etiopía. Lo único llamativo fue ver que la gran mayoría de los locales y la mitad de las salas VIP se encontraban cerradas. 

Luego de la espera llego lo que sería el vuelo más extraño de nuestra vida. Abordamos un avión Boeing 787 con una capacidad aproximada de 250 personas, pero para nuestra sorpresa, Grego y yo, junto con otras cuatro personas, fuimos los únicos pasajeros. De más está decir que pudimos sentarnos donde quisiéramos, ocupar tres lugares para dormir, y jamás tuvimos que esperar para entrar a los baños. El único inconveniente fue que durante la mayor parte del trayecto, el avión viajó con las luces apagadas, es decir, fue un viaje prácticamente a oscuras. Y lo que lo hizo más largo fue enterarnos, en pleno vuelo, que no habría ningún sistema de entretenimiento. Uno pensaría que las siguientes doce horas las pasaríamos viendo series y películas, pero no fue así. Realmente viajar tan "solos" es una experiencia un tanto inquietante.

Una vez aterrizados en el Aeropuerto Internacional Bole en Addis Abeba sabíamos que estábamos a pocas horas de nuestro destino final. Aprovechamos para comer, hablar con nuestros seres queridos y esperar nuestro próximo vuelo. Lo más interesante que descubrimos fueron pequeños salones de rezo para fieles del Islam, Cristianismo y Judaísmo. Un humilde cuarto con sidurim, un par de sillas y mesas, entre los locales libres de impuestos repletos de chocolates, recuerdos, cigarrillos y bebidas, adornado con un cartel que tímidamente indicaba "Jewish Center Synagogue" y "Beit Kneset" en hebreo.

Nuestro vuelo hacia Tel Aviv fue relativamente corto; unas cuatro horas hasta el aterrizaje. Llegados a Israel nos embargó una emoción enorme. Luego de 39 hs desde nuestra salida de Uruguay, por fin habíamos llegado.

 

Los protocolos son llevados a cabo por el ejército de manera ligera y amable para con los recién llegados. Tuvimos que pasar por varios mostradores, rellenar un formulario online y nos informaron que nos llevarían al hotel Dan Panorama de Tel Aviv para pasar allí nuestra cuarentena obligatoria de catorce días. Todo recién llegado que no podía realizar la cuarentena en su casa, o en casa de familiares que cumpla con los requerimientos del Ministerio de Salud, era ubicado en un hotel para realizar la cuarentena de manera gratuita. Actualmente hay dos hoteles funcionando con este fin, ambos de la cadena israelí Dan, uno en Jerusalem y otro en Tel Aviv. Los soldados nos despidieron al lado del bus que nos llevaría al hotel, no sin antes decirnos "Bienvenidos a casa".

 

Fuimos recibidos por soldados del Batallón 951, quienes manejaban el hotel y asistían a sus huéspedes. Nos explicaron las reglas antes de ir cada uno a su habitación. En primer lugar, estaba terminantemente prohibido salir de la habitación bajo ningún concepto, de hacerlo seríamos penalmente sancionados con una multa de 5 mil shekel (1450 USD). Se nos daría tres comidas diarias (desayuno, almuerzo y cena) todos los días. El sistema consistía en que nos golpearían la puerta para avisar que la comida estaría disponible, y colgarían la bolsa en el pestillo para que no tengamos contacto con el personal. Se nos permitía recibir paquetes o hacer pedidos de delivery de 9 a 21hs menos en shabat. Contaríamos con Wifi y servicio de toallas y sábanas, pero no de lavandería para nuestra ropa. Se nos brindó jabón líquido para ropa por si queríamos lavar alguna prenda por nuestra cuenta dentro de la habitación y artículos de limpieza en general.

 

La habitación era amplia. Tenía dos camas individuales que podían juntarse, TV, frigobar, jarra eléctrica, escritorio, mesa y sillas; pero lo que hizo la diferencia fue contar con un balcón y la hermosa vista a la taielet de Tel Aviv..llamémosle la rambla local. Cada atardecer fue un espectáculo que pudimos disfrutar por cortesía del Estado de Israel.

Al poco tiempo de llegar sonó el teléfono de la habitación. El encargado de turno me llamó para saber cómo estaba, si me había gustado la habitación y si tenía todo lo necesario. Me explicó que discando 0 podía hablar con ellos y solicitarles lo que quisiera, café, agua, etc., pero sobre todo quería que supiera que si en algún momento me sentía triste, ansioso o solo, podía llamarlos para charlar. Para ellos es importante que los huéspedes se sientan contenidos psicológicamente, por lo que están preparados para eso. Dos veces por semana también hay un médico de guardia por si es necesario.

 

Mis primeros días fueron tranquilos, llenos de llamados de mi familia y amigos, tanto de Uruguay como de Israel. Aproveché para descansar, cargar las pilas y disfrutar del precioso clima. Quería aprovechar para buscar trabajo, hacer ejercicio, leer, todo lo que no había podido hacer en las últimas semanas en Uruguay.

 

A los pocos días uno siente la falta de contacto humano directo. Es una sensación extraña. Me pasaba el día hablando por teléfono con un montón de personas, pero no terminaba siendo lo mismo. Al quinto día salí al balcón a leer y disfrutar del sol, y ví en el piso inferior al mío a un muchacho joven fumando. Lo saludé, y comenzamos a hablar. Solly es panameño, de 19 años, y había venido a Israel para enrolarse en el ejército. De padres israelíes, su hebreo es impecable. Prácticamente sin acento. Luego, del piso superior, se asomó otra persona. Amit, un israelí de 26 años que hace 5 que vive en China trabajando para la embajada y estudiando economía. Estaba de vacaciones en Vietnam cuando China cerró la frontera, y al quedarse fuera del país donde estaba residiendo, tuvo que volver a Israel hasta que la pandemia termine y pueda volver a terminar su carrera.

Una foto de Amit, en la que aparece Shai

 

 

También se asomó Betty, una franco-israelí de mediana edad, que había ido a visitar a sus hijos a Francia cuando quedó imposibilitada de volver hasta ahora. Peter de Ucrania, Tom de Bélgica, Nadav de Estados Unidos, completaron la pequeña comunidad de los balcones del Dan Panorama. Nos saludábamos a la mañana, tomábamos café y charlamos casi gritando por la distancia que había entre nosotros.

 

En la vecindad que nos inventamos, las reglas eran diferentes a la de la vida real. El sabio, no importaba la edad que tuviera, era quien hubiera estado más días en la cuarentena, y daba consejos a los demás sobre cómo sobrellevarla de la mejor manera posible. "Disfruten el atardecer, hagan ejercicio, duerman en horarios normales" eran los tips más comunes. Conocíamos los horarios de cada uno. Sabíamos más o menos a qué hora se levantaba tal o cual persona, cuando otro prefería volver al cuarto a descansar o leer, etc. El Wifi iba y venía, por lo que pasábamos horas charlando. Los temas eran variados, pero iban desde gastronomía y cine, hasta política y religión. Fue increíble ver los diferentes puntos de vista que había, pero por diferentes que fueran, todos nos sentíamos unidos por algo especial. Nuestras formas de entretenimiento eran rudimentarias y dulces. Escuchábamos música de cada uno de nuestros países en los balcones para rellenar los momentos de silencio. Era difícil hablar fuerte para que te escuchen durante tantas horas seguidas. Los atardeceres eran casi obligatorios. Si alguien no salía se lo llamaba a gritos. Una noche, en el hotel Intercontinental que se ubica frente a donde nos encontrábamos, hubo un casamiento. Salimos todos a los balcones para ver la ceremonia en la jupá. Aplaudimos, chiflamos, nos alegramos como si quienes se casaban fueran familia y nosotros uno más de los invitados. Si había algo para ver a lo lejos nos avisamos por un grupo de WhatsApp que armamos. "Miren, están haciendo windsurf", "¡hey! hay un grupo tocando darbukas”, "¿vieron la cantidad de barcos que hay hoy?". Cuando a alguien le llegaba un paquete de familia o amigos nos enterábamos porque era una alegría colectiva; como cuando Solly recibió por fin comida de su abuela, o el paquete de amigos y familia que recibí con mis snacks israelíes favoritos. Recibí la visita de varios amigos que fueron hasta la taielet, frente al hotel, para que pudiéramos vernos de lejos. Nos llamábamos por teléfono y nos buscábamos en el paisaje. "¿Cuál sos vos? ¡Hay mucha gente en los balcones!" me llegó a decir un amigo. Entre todos los vecinos buscamos al visitante hasta ubicarlo. "Ahí está tu amigo! Cerca del banco, a lo lejos, ¿Lo ves? Cerca de la parada de ómnibus"

El momento más emocionante de esa vecindad fue cuando llegó Shabat. Esa noche nos dieron una cena caliente, ya que usualmente la cena solía ser algo liviana y más bien fría. Nos dieron jalot, jugo de uva y decidimos que esa noche haríamos el Kidush en el balcón y comeríamos todos "juntos". Solly fue el designado para hacer el Kidush el primer viernes, y yo lo dije a la semana siguiente. Ninguno de los inquilinos de la comunidad de los balcones era religioso, pero por alguna razón sentíamos la necesidad de agradecer y disfrutar Shabat a nuestra manera.

Los momentos de pequeña nostalgia y alegría simultánea eran cuando alguno de los huéspedes dejaba el hotel. Hacíamos una pequeña despedida donde charlábamos hasta que el homenajeado decidía irse a dormir. Las salidas son temprano a la mañana, por lo que nos despedíamos la noche anterior a la partida. Los "liberados" nos mandaban fotos desde la playa o disfrutando su comida favorita; nosotros nos alegrábamos por ellos y fantaseábamos con qué será lo primero que haríamos al salir.

Todos los días, sobre las 10 de la mañana, recibíamos el llamado del encargado de turno preguntando si todo estaba bien y cómo nos sentimos. Afortunadamente la respuesta siempre fue "todo genial, muchas gracias".

 

Me costó dormir la última noche. Me quedé charlando con Amit sobre el sentido de ser judío dentro y fuera de Israel. Filosofamos hasta que el silencio de la calle nos hizo darnos cuenta que quizás no eran horas de hablar de balcón a balcón. Prometimos que nos juntaríamos todos luego de la cuarentena, una vez estuviéramos asentados. 

Al otro día nos vimos con Grego luego de dos semanas de hablar solo por whatsapp. Sentí una impresión en forma de mareo al salir de la habitación. Un taxi nos llevó con nuestras familias, a Grego hacia Hod HaSharon donde fue recibido por su hija, y a mí junto a mi familia en Hedera.

 

Actualmente Israel atraviesa una segunda ola de Coronavirus, incluso más grave que la primera. El manejo de la pandemia en Israel fue, en principio, muy acertada  y logró en pocos meses aplanar la curva de contagios. Un relajamiento de las restricciones a las reuniones y traslados, así como la percepción equivocada de la ciudadanía de que el virus había sido virtualmente eliminado, llevó el último mes a un nivel extremadamente elevado de infectados. Un nuevo paquete de medidas para detener la reciente ola de Coronavirus ya está en vigencia; y la posibilidad de una cuarentena total es cada vez más latente.

Mi experiencia personal fue otra. Dentro del hotel veía las noticias y parecía que hablaban de otro país.  Fue algo que jamás imaginé que viviría. 

 

Antes del viaje pensé que mis dos semanas de cuarentena en solitario serían muy difíciles, pero el Keren Layedidut nos preparó, el Estado de Israel se encargó que esas necesarias dos semanas fueran lo más cómodas posibles, y entre los huéspedes formamos una red de apoyo que no esperaba encontrar. Durante mi primer día en el hotel pensaba "Hasta que no salga de la cuarentena, no llegué realmente a Israel", pero desde el encierro obligatorio en el Dan Panorama Hotel conocí la parte más sensible, más entrañable e increíble de este pueblo del cual formamos parte, y de Israel en general. Somos realmente "Shebet Ajim VeAjiot", una tribu de hermanos y hermanas.

 

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