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Rulo Stolowicz, historia judía en Piriápolis (Segunda parte)

Por Ionatan Was

 

Nos habíamos quedado en que Ajzyk (alias Rulo) tomaba un avión en Múnich para aterrizar en Tel Aviv, adonde lo llevaron primero a unos “galpones enormes” junto a otros voluntarios. Había llegado a Israel no para ver a los tíos ni encontrarse con viejos amigos: lo que quería Rulo era enlistarse en el ejército, el Tzahal. Quería servir a la patria. La Guerra contra los vecinos árabes era inminente.

            Rulo se acuerda de todos estos detalles y mucho más. Nada lo altera en esa búsqueda por la memoria que lo lleva a otros tiempos. Ni siquiera lo altera la pantalla de la rústica televisión, que se ve difusa, como nevada, y en la que están pasando el partido del Atlético de Madrid, que va perdiendo. Pero aparece Suárez y con dos goles da vuelta el partido, aunque el hombre ni se fija en estas nimiedades. Él sigue en lo suyo, con el aire del ventilador en la cara.

            Toma de nuevo el álbum de fotos y muestra una foto de una visita a la tumba de Hertzl, junto a un sobrino. Luego sigue contando:

—En Jerusalem manejaba una ambulancia. Soldado no podía ser; ya tenía treinta y ocho años y no había hecho el ejército ni nada. Sí sabía manejar, y muy bien, por los tractores y camiones que tuve en Uruguay —hasta recuerda un Ford del 46—. Entonces me dieron eso. Yo decía que no me importaba ir al frente, pero bueno, me la pasé llevando heridos de acá para allá, a trescientos metros de donde eran los combates.

            —¿Sabías algo de hebreo?

            —Cuatro palabras. Pero me pusieron de compañero un argentino que sabía; y me hizo de traductor. Acá estoy, mirá.

De voluntario en la Guerra de los Seis Días, junio 1967. Rulo es el tercero de la izquierda, adelante

 

            En la foto, de hecho, se observa una imagen muy borrosa, donde parece haber un hombre con el ojo tapado: es Moshé Dayan. “En Cuneitra”, dice Ajzyk. Cuneitra es la ciudad fronteriza con Siria, donde lo mandaron cuando terminó la Guerra de los Seis Días. Allí tomaron un cuartel de los sirios. Rulo se acuerda muy bien de la vida militar, experiencia que le duró unas semanas. “Los soldados y los oficiales comían todos juntos. Ni siquiera había obligación de andarse saludando. Y nos sentábamos en la misma mesa a comer lo mismo. Era la diferencia con otros ejércitos. No sé ahora cómo será”. Le digo que entonces comía al lado de Moshé Dayan.

—Sí. Una vez le dije a un argentino que estaba al lado mío, ‘che, comentale a Dayan que nosotros somos como cuatrocientos, y ellos en cambio tienen diez mil soldados. Preguntale cómo es el tema. En cualquier momento nos rompen el alma’ (sic). ¿Y sabés lo que le contestó Moshé Dayan?: ‘Jugamos con el miedo de ellos’. Y yo le pregunté entonces: ‘¿Pero qué miedo?’. Y Dayan replicó: ‘Fíjense cuántos Mirage andan volando arriba nuestro’. Y había cuatro cinco Mirage, que eran los aviones comprados a los franceses. Andaban volando continuamente, para monitorear que se cumpliera la tregua. Si ellos (los sirios) se ‘movían’ un poco, entonces actuaban los Mirage. Qué te parece.

Ajzyk no pierde chance de dar su versión de los hechos. Entre otras cuestiones, que “ellos” (así los nombra) eran tres veces más. Y que los israelíes no se chupaban los dedos, y mucho menos Moshé Dayan.  

Una vez más, el coloquio, el hilo de la trama, se interrumpe, ahora para observar unas fotos de sesenta años atrás. Estas son de Piriápolis, y de fondo se ven los “hoteles judíos”. Quedo embelesado más por el relato que por la imagen, y entonces pienso que escuchar a este señor, es en efecto una caricia al alma. Fin del paréntesis y retomamos la historia.

En un momento Rulo se sale del ejército. Entonces se muda a Rishon Letzion, apuntándose en una dependencia del Instituto Weizmann. “Se investigaban enfermedades del ganado vacuno. Yo sabía ordeñar a mano, a la vez que tenía un primo que era químico, que me hizo de gancho”. El trabajo no era muy distinto del último que había hecho en Uruguay: debía recorrer los tambos e inyectar muestras de leche a las vacas, para la investigación posterior. En tanto que recuerda uno de los kibutzim que frecuentaba: Guivat Jaim Meiujad. Cerca de Natanya. Rulo iba allí cuando tenía libre del ejército o del trabajo. “Me habían adoptado porque yo ayudaba un poco en el tambo, sabía bien de eso. Les daba una manito —los muchachos jóvenes estaban de servicio y quedaban los más viejos— y después me la pasaba en la piscina.     

  Un día le llegó una carta. Era de uno de los hermanos, para avisarle que si quería despedirse del padre, que se volviera. Ajzyk no dudó en juntar sus cosas y volver a Uruguay. De vuelta en el país, tuvo tiempo de despedirse; el papá fallecería poco después, de cáncer. Pero también había una rutina que retomar, encontrar una casa, un trabajo. “Mi hermano Enrique, que era médico, tenía un consultorio en la calle 8 de Octubre, frente a la escuela Sanguinetti (barrio Unión), que incluso fue su casa. Y a mí me dejó quedarme ahí, ya que se había mudado. Era una casa vacía, donde me quedé solo”. Por esos días se sentía como raro en la capital, así que el verano siguiente se fue a Piriápolis (al hotel Frank), donde pasó un tiempo más de cerca con los hijos y con amigos. En ese entonces podían pasarle muchas cosas, pero una seguro que no: volver a trabajar con los hermanos, en los tejidos.

            Muy distinto a eso, su primera changa en Uruguay fue justo en Piriápolis, y duró un par de meses, y fue de lo más extraña: vender sal a las panaderías. La sal se la daban unos parientes por un precio de ganga, y Rulo con su propia venta se hacía de la diferencia. Era una especie de reparto, que incluía por ejemplo a Pan de Azúcar. Estos parientes, a su vez, un día le soplaron el dato que, en el lejano pueblito de Punta del Diablo, le podía ir bien con eso de la sal. Y un día lo invitaron a ir. “Vas a ver la plata que hacés”, le dijeron.

            —…Y me fui a Punta del Diablo —resume Ajzyk.

            —¿Cómo era Punta del Diablo  en esos años?

            —Treinta ranchos, un hotelito y nada más, arena y mar. —Menciona los viajes de la Onda, que de Piriápolis duraban unas cuatro cinco horas—. Cuando vi esos paisajes, y a los pescadores, me prometí de irme a vivir ahí. Me encantó todo eso.

            A fin de cuentas, Rulo encontró en aquel recóndito paraje la paz y la tranquilidad que no había podido encontrar ni en Montevideo ni en Piria. Así que se fue nomás, a vendar cloruro de sodio. Por entonces tenía una pequeña camioneta, que vendió, y con lo que le quedó, se armó de la primera barca, con la ayuda de un pescador (hasta recuerda su nombre: Óscar Olivera). A la barca le puso Golde, como la madre. “Empecé a vivir en un rancho que compré a un pescador (¿quién no lo era en PdD?), por cuatro reales”, cuenta. El baño era más bien una letrina del lado exterior. La ducha, un baldazo de agua fría. Y luego remata:

—Tenía aire acondicionado.

—…

—Tenía aire acondicionado. Era según donde estaba el viento: entraba por un agujero y salía por otro. —Y hablando de todo un poco—: Era todo muy muy muy rústico. El invierno duro como él solo. Y todos trabajaban: los padres, los hijos, los hermanos. Habría unos veinte solteros como yo, quizá alguno más. Y había un almacencito, pero la comida grande se iba a buscar al Chuy o a Castillos.

Al principio Rulo les vendía sal a los pescadores, pero luego él le tomó el gusto, y también, cada tanto, se le daba por salir al mar. Empezó a pescar y salar, las dos cosas, aunque de pescados no sabía mucho. Y aprendió a los golpes. Aprendió de redes, mareas, altamares, pamperos y botavaras, por más que su trabajo era más en tierra, ya que, al ser el dueño, delegaba en otros la ardua tarea.

También hoy le gusta ocuparse del pescado. De fondo, secando bacalao. Aquí Rulo con su yerno Robby Ascher.

 

A la primera barca le siguió una segunda. Su nombre: Gabriela. “Les ponía siempre nombres de mujeres”, dice. Las metían en el mar cargando, hasta que flotaran, con el agua hasta la cadera. Asimismo, de la cantidad total que atrapaban las redes, una mitad iba para el dueño, y la otra mitad se la repartían los pescadores, el marinero, el capitán y demás. “No precisábamos partido socialista”.

Empezó a irle bien en el negocio, en especial con el bacalao. “Se vendía mucho en aquel tiempo”, remarca. Al principio venían los mayoristas de Montevideo, luego empezó a ir él (con una camioneta que había comprado), no solo a la capital, sino a las ciudades del interior.  

            A los hijos Gabriela y Claudio los veía en verano. Ellos se venían por un mes, a un rancho que “no medía más de cinco por diez”, aunque más grande que el primero, con un baño y una ducha un poco mejor. Por entonces a Punta del Diablo ni siquiera iban turistas, ya que igual no había dónde quedarse. Y tampoco es que había mucho para hacer. Tenían eso sí una escuela, aunque policías no, ni hacía falta. “Una vez a Gabriela la abuela (materna) le preguntó: ‘¿Qué tiene de lindo eso? ¿Cómo es la casa de tu padre?’. Y Gabriela, que no tenía diez años, le dijo: ‘Mirá Oma (abuela alemana), comemos en el dormitorio y dormimos en la cocina, no hay lugar para mesa y silla’”. Le pregunto a Rulo si no se le hizo duro vivir así. Y contesta que un poco sí, en especial los últimos años, y que por eso en un momento se volvió… y justo tocan timbre.

            Es el nieto Manuel, hijo de Claudio, que viene de pasear al perro. “Manuel Stolovicz Romanielo Deutcher López”, recita Ajzyk de memoria, para luego agregar que “es un burro de veintitrés años”. En realidad, el muchacho es todo lo contrario: da clases de matemática en la Facultad de Ingeniería. Hablan un poco entre ellos, cosas de familia, hasta que el nieto se retira, para volver cuando termine la charla.

            Rulo aprovecha la pausa para hablar de religión. Se define tradicionalista no religioso, como lo fueron los padres, mas reconoce que es difícil seguir los preceptos viviendo en Piria. Luego vuelve a la incursión en PdD, que con todo le duraría siete años, del 68 al 75. “Me vine de vuelta a Piriápolis para estar más cerca, extrañaba a la familia. Me traje las tres barcas, con las cuales seguí trabajando”. Igual que antes, Ajzyk casi nunca salía al mar, sino que mandaba a otros a hacerlo. Además, se compró un terreno de cinco hectáreas, frente al castillo Piria, tierras que irían creciendo hasta el presente. Aunque había cambiado de lugar donde vivir, la rutina no se alteró demasiado, entre las barcas, la pesca, la sal, más el reparto a las ciudades. Eso sí, las barcas quedaban amarradas en el puerto, cuando en Punta del Diablo se estacionaban en la arena. “Era más cómodo así”, se lamenta todavía. No solo eso, sino que “era mejor la pesca allá que acá en Piriápolis”.

            Pero hubo cosas buenas, como ver a los hijos con mayor frecuencia, al venir ellos los fines de semana. A la vez que conoció a una señora también de Piriápolis, Teresa Sierra. Se enamoraron profundamente; además de la edad, tenían varios intereses en común, como el gusto por las cosas simples. Esta nueva relación, esta especie de revancha del corazón, le duró a Rulo mucho más de lo pensado (y de su primer matrimonio), y recién fue el fallecimiento de Teresa que vino a separarlos, en 2013.

Rulo y su esposa Teresa

 

            Muy de repente, Ajzyk menciona un incidente en enero del 80, de cuando unos pescadores a su cargo salieron en la barca, de noche, borrachos, y los agarró la tormenta: los hombres se salvaron, pero la barca no. Decepcionado, ya nunca más compraría ni un botecito. Este contratiempo lo llevó a fundar una procesadora de pescados, en el terreno de su propiedad: era lo que mejor sabía hacer, y con menos riesgo. En la procesadora trabajó hasta hace diez años, cuando se jubiló. Hoy día, el hijo Claudio (que también vive en Piria) sigue al frente del negocio, aunque igual cada tanto Rulo se da una vuelta, para no aburrirse...

            Y eso fue todo lo que hizo, nada más ni nada menos.

Antes de la despedida, entre dibujos de mar y adornos de naufragio, en su mirada noto la nostalgia del hombre sereno, ajeno a cualquier exceso de una vida agitada, y en todo caso muy leal con sus afectos. Es en verdad “un judío atípico”, como me lo habían pintado, el mismo que antes esquivaba vientos hostiles, y que hoy sigue con la calma y la sencillez de toda la vida.

    

 

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