Cultura

La vieja cafetera

Por Ruben Kurin

Llegué al antiguo bar, en el que hacían el mejor café a la vieja usanza. Su secreto era la máquina  más similar a un ferrocarril que a una cafetera. En la mesa de al lado, se sentó una  señora que parecía recién llegada de la maratón de Nueva York, se había salido del pelotón, uno de esos  que todos los días salen a correr por la rambla y ese día las fuerzas no le dieron para continuar en carrera.

Me miró entre riéndose y llorando, sin emitir sonido a la vez que se desplomaba, de pies a cabeza en la  descolorida silla de madera.

Le pregunté si se sentía bien,  me contestó que si con la cabeza, mientras con la mano me hacía señas para que esperara un poquito si quería que hablara.

Le contesté también de la misma forma, en mudo y con una leve sonrisa en mis labios.

El mozo me trajo el acostumbrado pocillo sobre un cascado platito, acompañado con una machucada cucharita con  un sobrecito de edulcorante. No sé  si era de porcelana o que se yo de  que material sería, una imagen digna de los pobres ambientes pintados por Van Gogh en plena neurosis, pero el aroma, espuma, y sabor, eran sencillamente perfectos. 

El mozo, miró a la mujer para tomarle el pedido a lo cual ella le contestó con idénticos gestos Pasaron unos minutos, justos para saborear mi café, cuando sentí una tenue voz que me agradecía por haber preguntad, a la vez que me contestaba que ya estaba mejor y que proseguiría la carrera. 

Se paró y apoyándose en la silla, comenzó a tambalearse a consecuencia de un mareo, volviéndose a sentar.

Le di mi vaso de agua y tomó un pequeño sorbo. Llamé nuevamente al mozo ordenándole más agua y me senté a su lado.

Mabel, así se llamaba, a lo que se le agregaba un par de largos apellidos compuestos, frecuentes  en las páginas sociales de los diarios.

Era una cincuentona , viuda no más desde hacía  dos o tres años, con hijos casados y nietos, parte de ellos en el campo y parte estudiando en el exterior. 

Me contó mientras ingerimos mucha cafeína, además de la triste historia desde que su esposo murió, cómo afrontaba   esa terrible soledad.

Por eso Mabel estaba incursionando en el deporte, del cual nunca había sido participe, compitiendo o mezclándose así con gente que corría desde muy joven. 

Al rato cada uno de nosotros se retiró.

Habían pasado dos semanas y el verano ya entraba en sus últimas noches a lo que aproveché a ir cenar afuera.

Estaba eligiendo en el menú algo de pasta con una cerveza fría pensando en algún  postre para acostarme con el placer transgresor que da la comida nocturna. 

Cuando estaba por ordenar, sentí una voz que me saludaba. Era Mabel y sus varios apellidos que me hablaban.

Estaba en la mesa de atrás. 

Al darme vuelta, le sonreí y le dije a la chica que me estaba atendiendo que iba a ordenar mas tarde. Entonces me levanté y fui a saludarla a su mesa. Mabel estaba sola y me convidó a hacerle compañía. 

Yo acepté y cambié el menú por completo. 

Opté por una ensalada liviana, camarones asados con palmitos y champiñones, un buen vino blanco seco y bien helado, eligiendo de postre unas frutillas al coñac. 

Ella comió solo ensalada y compartimos los camarones. Postre no quiso, pero tomó un jerez o quizás dos,  ahora que lo pienso fueron tres.

Era la media noche y había que irse. se excusó y fue a la toilette. 

Cuando volvió, yo ya había pedido la cuenta, pero me dijo la mesera que ya estaba paga.

Protesté a ambas y dije que no podía permitirlo, que de ninguna manera lo iba a aceptar. Mabel me miró, tomó mi mano acariciándola a lo que la chica en silencio se retiró muy discretamente.

Caminamos un rato disfrutando del fresco de la noche, casi era otoño y no solo en el clima, también en nuestra edad. Esto me lo recordó con palabras y con un delicioso beso en la mejilla. Entonces la tomé en mis brazos y nos besamos apasionadamente.

A la mañana siguiente desayunamos en un hotel con una vista al mar sensacional, ninguno de los dos, a pesar de vivir en el mismo barrio y tener la libertad de usar cualquiera de nuestras casas, se animó a hacerlo.Cerramos la velada con cosas nuevas que no tenga que ver con nuestras vidas pasadas. 

Luego de dos días yo estaba nuevamente tomando mi café de máquina locomotora y llegó Mabel, pero sin equipo deportivo ni transpirada, hasta perecía que llegaba despojada de los segundos y más apellidos. 

Vino vestida de sport nomás, se sentó en mi mesa y allí, luego de pedir un delicioso café a la vieja locomotora. me  preguntó recién mi nombre

No sé cuánto duró esta historia, creo que un par de meses o menos. 

No sé si se habrá mudado o estará viajando o se fue a vivir al exterior o a alguno de sus campos, o quizás fue tan solo una fantasía de este viejo, lo cierto es que desapareció de mi vida junto con la vieja cafetera que el boliche cambió por otra de última generación que incluía, se ve, una fina vajilla con la marca de café en el pocillo.

El sabor del nuevo café es muy rico, es distinto, pero sabroso. El lugar es el mismo y mi costumbre de ir a la misma hora no ha cambiado, pero ya llegó el invierno. 

El restaurante abre solo los fines de semana y sacó del menú los camarones. 

Voy poco, a veces hasta soy el único comensal y al terminar la cena, se sienta conmigo el dueño que trae con él una botella de un muy buen tinto, el que terminamos despacio para alargar la noche. 

Siempre me pregunta por Mabel y, como nunca presta real atención al relato, yo le cuento siempre otra versión distinta. 

Eso me divierte porque hace explorar dentro de mis fantasías y a veces pienso si hasta Mabel mismo no fue más que una fantasía.

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