Pasaron varios años. Extraño todo. La terapia, el portero, el lugar. Extraño lo que sentía cuando tomaba el ascensor y repasaba mentalmente mi semana. Cada palabra que se dijo en ese consultorio no fue en vano, sale en los momentos más inusitados, como si hubiera quedado en algún lugar de mi insconciente. Espero se divertan con esta anécdota como yo sucedió.
Hace dos años que conozco al portero del edificio dónde voy a terapia. Podría ser el protagonista de una de las historias de Relatos salvajes, el último film de Damián Szifron. Esta película trata de gente común y corriente que un día pierde el control de sí mismos y comete brutalidades, como matar a alguien, o poner una bomba en un auto. Yo imagino a este señor, cuyo nombre desconozco, cerrándole la puerta en la cara con mucha violencia a un muchacho de una empresa de mensajería que le quería dejar correspondencia para una empresa que se mudó hace tres año,s o pegandóle una piña al tomaconsumos de UTE porque le preguntó donde se leía el consumo por tercera vez.
Tenemos una cordial relación impregnada de formalidad dada por las buenas tardes y la conversación sobre el estado del tiempo. Mi única pretensión es que me abra la puerta, la suya es, supongo que su horario de trabajo transcurra lo más rápido posible.
Reconozco que desde que tengo un Smartphone le doy menos corte, “buenas tardes y hasta la semana que viene”, son las palabras mínimas que normalmente intercambio con él. Un día venía muy concentrada leyendo mis mails en el celular, cuando después de abrirme la puerta, me espetó: “por eso usted viene acá (se refería a la terapia), porque se pasa todo el tiempo con la vista fija en esa pantallita”.
Yo entré a terapia muerta de risa y mi psicóloga me preguntó el motivo. Le conté y me dijo: “vos no sabes, los problemas que tienen mis compañeras de consultorio con ese hombre, le dice a los pacientes que no vengan más, que la psicología no sirve para nada”. Lo peor era que algunos pacientes se sentían intimidados. Me pareció que el tipo estaba loco de remate. Es como si el vigilante de una carnicería, les hablara a los clientes de las bondades de llevar una dieta vegetariana.
La semana pasada llegué a la portería y me pregunta si lo podía ayudar con un celular nuevo que se había comprado y no encontraba la red. Junto con otra chica que trabajaba allí, pusimos la clave y le sugerimos que fuera a Antel a desbloquearlo, ya que no funcionaba a pesar de nuestros esfuerzos
Ayer, le pregunté si había podido resolver el inconveniente. Me contó de manera muy amable que había ido a Antel y le cambiaron el chip. De todas formas, había algo que no funcionaba. “Metí el celular en una caja y allí quedará”, me dijo de manera muy firme. “Yo no voy a depender de un aparatito, para eso vivo solo, para ser independiente, no voy a ser como todos ustedes, que viven en función del celular”.
Subí al ascensor y pensé que era un día maravilloso, tal vez el hombre tenía razón y la vida afuera del celular tenía mucho sentido.