Por Roberto Cyjon
En pleno siglo XXI parecería ser que la Historia, en mayúscula, interesa muy poco. Las guerras se suceden y la historia se repite y repetirá con gritos altisonantes de “gloriosos vencedores” que no son tales. La paz y la guerra son construcciones humanas. Si bien son multicausales y complejas, no son producto imperativo de la biología o la naturaleza. Nacemos todos iguales y ningún niño se embandera con la guerra como impulso de vida, salvo que le inculquen el odio desde la mamadera o la leche materna. Aun así, sus intereses innatos son la curiosidad y el juego como aprendizaje para sobrevivir y convivir. Seguramente disfrute más de patear una pelota o empujar globos de colores que disparar un arma. Lo aterraría el ruido el fogonazo y el susto. Con una caricia sonreirá, con un arma llorará.
¿Les parece una introducción ingenua o romántica? Esa es mi interpretación, la considero una verdad válida y ejemplarizante para señalar que el resto de circunstancias que conducen a la guerra son construidas por las sociedades “adultas”. ¿Con qué ingredientes? Suelen primar las religiones cuando son dominantes, dogmáticas y fanáticas, la economía cuando prospera sin límites la codicia, la política en tanto impere la corrupción y la sociopatía; podría seguir enumerando motivos todos intrincados y alineados. Agregue usted, lector, los suyos.
¿A cuál guerra me refiero? A todas. Están selladas por el mismo molde, con un poco más de tales ingredientes y algo menos de otros. Son seductoras. Los seres humanos también estamos compuestos de maldad y odio. No pretendamos reducir y diferenciar ligeramente entre buenos y malos porque somos un poco de cada cosa. Los peores líderes conducen al “frente” a las masas obnubiladas, supuestamente convencidas o ignorantes. Un frente que no es más que un acantilado y les arengan “¡adelante!” Reconozcamos, a su vez, que tampoco todo es relativo. Hay líderes enceguecidos por la maldad y se les debe poner coto.
Idealismo y realismo son principios medulares en la teoría de las Relaciones Internacionales. Ambos conllevan bibliotecas centenarias de explicaciones y justificaciones. Estudiándolas se puede comprender que racionalmente ambas son defendibles. La pregunta consecuente es si somos seres racionales o emocionales. No es retórica. Prevalecen las emociones, y desencadenan razonamientos que nos someten a renovadas emociones generadoras de nuevas convicciones racionales en el largo camino de la vida misma.
Retomo el núcleo de la nota: las guerras. Primordialmente las “organizan” los Estados. Pero estos se sustentan en sus sociedades. Es un binomio indivisible. Los primeros son sus gestores y deben seducir a sus pueblos para mantenerse en el poder que estos le otorgaron. La sociedad, léase “la gente” debe, o debería, señalarles las condicionantes de su accionar, o cambiar a sus autoridades. Parece simple y no lo es. En regímenes teocráticos y/ o además dictatoriales el temor paraliza a los pobladores. Sentir miedo a lideres brutales es comprensible. Por tal motivo estos modelos políticos suelen perdurar mucho tiempo hasta que la presión sobre los sometidos explota y se liberan. En las democracias estos argumentos se atemperan porque los conceptos son diferentes. El ciudadano se puede expresar y hacer valer sus derechos sin extremos de opresión contenida más allá de un período electoral. Su capacidad de votar y elegir, más la garantía de la alternancia, alcanzarían como argumentos básicos para la vigencia democrática en cualquier país. Si además agregamos, que para lograrlo las democracias educan hacia la tolerancia del “otro” y no la discriminación y el odio -con mayor o menor éxito, pero con ese propósito conductor-, podríamos deducir que no estarían interesadas en forjar guerras. Volvemos al principio aturdidor. Las democracias también son, históricamente, conminadas a participar y/o las generan.
Abordemos un ejemplo de caso: el Medio Oriente. ¿Cuál sería una, “solo una” conclusión válida a esta angustiosa espiral de muertes? Cada quien ha de encontrar su respuesta u opciones y es complejísimo. La mía es que, al menos en la guerra de Hamás contra Israel, sumados Irán, Hezbolá y tantos otros grupos terroristas que proclaman destruir a Israel y matar judíos donde se encuentren, no concretarán a su placer esa falsa y perversa convicción. Si Israel pretende eliminar a Hamas en primera instancia y proseguir luego o simultáneamente con sus otros enemigos, tampoco lo logrará. El terrorismo islámico se trata de una “cosmovisión” global y asesina, amparada en mitologías milenarias injustificables. Va más allá de tal o cual grupo o país propulsor del mismo. Por lo tanto, no habrá vencedores de ningún lado de los confrontantes. Declaman objetivos inalcanzables. Bajo una perspectiva pesimista o distópica hoy día parecen ser aspiraciones insolubles o perpetuas. El primero que sostenga y efectivice el alto a la violencia, aun unilateral, el primero que frene la guerra podrá considerarse, por lo menos, un cuasi vencedor moral.
Estas reflexiones están escritas a poco menos de un año del fatídico 7 de octubre de 2023. Basta ya. Ojalá se logre el cese de esta guerra antes del 7 de octubre de 2024.