Israel

Israel entre la polarización y la verdad: el precio de la lealtad ciega

Por Enrique (Tzvi) Gerstl

(N. de Red: El autor, nacido en Uruguay, reside en Maalé Michmásh, Israel. Es PhD en Algoritmos por la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde fue investigador durante una década. Actualmente se desempeña como Director General de Tecnología en una compañía multinacional líder en el sector tecnológico. Padre de cinco hijos, dos de ellos casados, y compañero de vida de Débora. Lleva una vida de judaísmo ortodoxo moderno).

 

Este año, en el Día del Holocausto, tuvimos el honor de asistir al acto central en Yad Vashem, Jerusalén. Para nosotros, que seguimos viéndonos como inmigrantes aun después de más de treinta años en Israel, fue un momento profundamente especial. Estábamos cerca del podio, viendo y escuchando cada detalle. El Presidente de Israel relató allí su encuentro con sobrevivientes en la residencia presidencial, quienes le suplicaron: “Señor Presidente, por favor, le rogamos y le exigimos: la polarización interna en nuestra nación es espantosa. Actúe para unificar al pueblo”.

Enrique y su esposa en Yad Vashem, momentos de emoción

 

Tras el ataque del 7 de octubre de 2023, la sociedad israelí demostró una solidaridad excepcional. Nos ilusionamos pensando que, quizás, las divisiones internas no eran tan profundas como parecían. Sin embargo, hemos vuelto a una polarización feroz, cuyo epicentro es el quiebre entre quienes apoyan o rechazan a Benjamin Netanyahu. El fenómeno del “bibismo” refleja, en su forma más extrema, lo que el Dr. Micha Goodman describe como “tribalización política” y “crisis de curiosidad”.

 

El bibismo no es simplemente un apoyo o rechazo a Netanyahu como líder; se ha convertido en una identidad totalizante: quien apoya a Bibi, respalda automáticamente todo su bloque, sin matices. Quien se opone, rechaza todo lo que propone, incluso cuando algunas ideas puedan ser razonables.

 

Esta dinámica crea un efecto absurdo: el debate deja de girar en torno a las ideas y pasa a ser una cuestión de lealtades emocionales. Se suspenden los juicios independientes. Una misma propuesta puede ser considerada “salvadora” o “destructiva” según quién la proponga, no por su contenido. Así, la capacidad de resolver problemas reales se ve destruida: cuando todo pasa por el amor u odio a una persona, desaparecen la negociación, la corrección y la construcción de consensos.

 

La incapacidad del gobierno israelí para tomar decisiones verdaderamente necesarias nace, en gran medida, de esta hiperpolarización. Cuando cada decisión se percibe como una victoria o derrota de un “bloque” político, los líderes dejan de actuar según lo que el país necesita y empiezan a responder a las expectativas de sus bases. El gobierno teme perder apoyo de su ala más dura si da un paso hacia el centro —en temas judiciales, religiosos o de seguridad—, mientras que la oposición suele rechazar propuestas simplemente porque provienen “del otro lado”.

 

Así, ambos polos crean un ambiente de parálisis. Reformas estructurales esenciales, como el servicio militar universal, no avanzan. Planes estratégicos de largo plazo, como enfrentar la amenaza de Irán o rehabilitar el norte del país, quedan atrapados en debates ideológicos. Se pierde la flexibilidad táctica que, durante años, fue una de las principales fortalezas de Israel: actuar rápido, con pragmatismo, y alcanzar consensos en temas vitales.

 

Esta situación agrava el peligro que enfrenta Israel. En lugar de unirse para afrontar enormes desafíos externos —como lo hizo tras el 7 de octubre—, la sociedad corre el riesgo de desgastarse en guerras internas, amplificadas por redes sociales y discursos polarizados.

 

Este fenómeno no es solo un problema de opiniones distintas: es un sistema que castiga a quienes se atreven a pensar fuera del dogma tribal. Hoy, el costo de romper la lealtad ideológica es más alto que el costo de fallar como líder.

 

Además, uno de los grandes problemas en Israel —y en el mundo— es la pérdida del anclaje en los hechos. La discusión pública ya no se organiza en torno a datos verificables, sino en torno a narrativas emocionales que sirven intereses políticos. Los medios de comunicación, en vez de investigar, verificar y explicar, muchas veces se convierten en extensiones de los polos ideológicos: seleccionan hechos que confirman la línea editorial, minimizan los datos incómodos o amplifican rumores no comprobados para ganar influencia. En este entorno, la verdad pierde su valor. Ya no importa lo que se dice, sino quién lo dice.

 

Hoy más que nunca necesitamos reconstruir un espacio común basado en hechos, no en ficciones emocionales. No se trata de eliminar el debate: se trata de devolverle su dignidad. Discutir desde la realidad, no desde relatos identitarios, es la condición mínima para cualquier futuro compartido.

 

No saldremos de esta crisis ganando la "guerra cultural", sino cambiando las reglas del juego: exigiendo medios que informen con rigor, líderes que privilegien la responsabilidad sobre la conveniencia, y espacios de diálogo donde las diferencias no destruyan la posibilidad de acuerdo. Resolver la polarización no es cuestión de matices: es cuestión de supervivencia democrática.

 

El futuro del Estado de Israel depende de romper el ciclo de polarización y desinformación. Solo un nuevo liderazgo, libre de cadenas emocionales e ideológicas, puede ofrecer una verdadera esperanza.

 

 

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