Entrevistas

Con Mauricio Rosencof, sobre su nueva novela “La Caja de Zapatos”

Este lunes se publica un nuevo libro del escritor Mauricio Rosencof, en el que la memoria vuelve a ser un elemento central. “La Caja de Zapatos”, editado por Alfaguara, lo remueve, nuevamente combinando su prisión, los familiares muertos a manos de los nazis en el Holocausto, los recuerdos y nostalgias con los que vivieron sus padres y su propia vida. Todo se mezcla. También en este nuevo libro.

En diciembre del 2020 nos contó que acababa de entregar el libro a la editorial. No podíamos no pedirle entrevista, que fue por teléfono, desde Jerusalem. A lo largo de toda la conversación se fueron mezclando las historias, las suyas en los Tupamaros-aún sin mencionar el nombre explícitamente-, las de los judíos en Europa,  el judaísmo, el uruguayismo, lo serio y el humor. Formalmente,la entrevista iba a versar sobre la novela que acababa de entregar a la editorial, pero en realidad, fue mucho más que eso.

 

Esa primera entrevista sobre este libro, se puede leer aquí.

 

Y este domingo nos escribió: “Se publica el lunes”. Y por supuesto, pedimos enviarle nuevas preguntas, concentrándonos en el libro mismo, más allá de disquisiciones interesantes sobre la memoria en general.

Es una entrevista sobre la memoria y los hilos que la entrelazan con la vida, más allá del tiempo y el lugar, como escribimos tras la conversación de meses atrás. Esto, es su libro.

 

P: Este  lunes se publica tu nueva novela “La Caja de Zapatos”, un libro sobre recuerdos, memoria y sentimientos. ¿Cómo resumirías tú de qué se trata?

R:  La historia se concentra en el cerebro de un hombre que vive bajo una capucha, en prisión. Y bajo la capucha su universo es la memoria, los recuerdos. Su vida. Y su vida pasa por los instantes fijos en las fotografías que  su madre guarda en una caja de zapatos. En esa caja está su memoria. Y en sus alucinaciones calabaceras, aspira a integrarse a la memoria. Quiere ser una foto, y estar con sus familia, sus amigos, sus muertos. Quiere ser  parte de la memoria. Ser memoria. Que con el tiempo, hoy, alguien los señale con el índice y diga, enseñando otro, este es…

P: ¿Cómo explicarías cuál es el hilo conductor? ¿Hay algo más “concreto” que la memoria?

R: La puerta del calabozo es como la tapa de un féretro. Por esa puerta puede entrar la muerte anunciada. Anuncia por oficial:”si algo pasa afuera, vos sos boleta”. Y cada vez que golpean la puerta, puede ser la trompeta de una anunciación.

 

Recuerdos, posturas y banderas

P: La capucha está muy presente….es tu prisión, son los rehenes y todo lo que ello encierra. Me atrevo a imaginar que más allá del repudio al sufrimiento en sí y por cierto a la tortura, puede haber quienes se identifiquen con tu pluma, por una cuestión política y quienes tengan también reproches que hacerte. Y no me refiero necesariamente a ti en lo personal sino a lo que todos aquellos años significaron en la historia nacional. ¿A ti te parece que el libro puede hablar al uruguayo promedio, sin banderas?

R: El libro es para todos. La capucha flameó en el asta para todos. Hasta que la nuestra, la uruguaya de todos, recuperó su sitial. Todos en las escuela entonamos el mismo himno. 

La escritura es un lenguaje de comunicación.Escribo para comunicarme. Para comunicar que esto se vivió y debe quedar en la memoria de nuestra nación. De todos de cada. Un hombre es su memoria. Y de todas esas memorias, somos. Cuando salimos, salimos sin odios, que nunca estuvo en nuestras raíces de pensamiento. Tanto, que cuando con el Ñato y el Pepe registramos en libro "Memorias del calabozo", en el volumen no hay un adjetivo, ni un nombre propio. Porque lo que quisimos es dejar un testimonio:"esto fue así”.

Emocionante…cuestión de elección

P: Si te pido que elijas una parte de tu libro que te resulte especialmente emocionante…¿cuál sería?

R:  Los flashes del barrio son un recreo, pero en ellos hay humor, y el humor hace más gracil los instantes intensos. Te podés reir bajo la capucha. Es que estás vivo. Y el barrio es también una escuela. Donde el Gallego Menéndez, refugiado de la  guerra civil española, y Iakup el cuenteñik (palabra idish que se usaba en referencia a los vendedores ambulantes a crédito), cargado de frazadas, cantan la misma  internacional, en una sola voz que mezcle el iddish y el español. Eso lo vi en la vereda. También ellos -que asi sea- vendrán conmigo a La caja de zapatos.

P: Los capítulos del libro son cortos…¿No podés elegir uno?

R: Si, te elijo uno que te va a gustar. Buscá en la página 146…

P: Lo reproduzco entonces.

P: Dale…

R: Aquí va: 

 

Mi mamá, a la caja de zapatos, le decía «la caja».

—Andá, Moishe, traeme la caja.

Moishe era yo.

Como verán, está asomando el guacho.

Porque cuando el cráneo ingresa a la ca­verna, las neuronas, como hormiguitas que despiertan después de la lluvia, entran a ju­guetear por sus caminos, componiendo ideas, pensamientos. Pensamientos que antes no existían en mí, y ahora son. Pasa lo mismo con los recuerdos, que hormiguean en el instante menos pensado; antes no estaban, o dormían aguardando a que pasara el chaparrón para asomar. La cueva de Platón, calculo, debía de ser por el estilo.

El botija asomó la nariz, dijo su parlamento y, tras cartón, creció. Tiene pantalones largos, viste traje, en un sepia que se va apagando. El traje se lo hizo papá. Está peinado como por Carlitos, el Francés. Sonríe. Es de día. Se puso el traje para la foto, está que se esfuma. Entre la pera, que aún no conoce una afeitada, y el brazo extendido, sostiene un violín. Sobre su encordado se apoyan las cerdas del arco, que sostiene la diestra. Mirá vos.

Y es que a los viejos se les dio porque aprendiera a tocar el violín, instrumento de inmigrantes, refugiados, rajados. Judíos y gi­tanos no van a andar arrastrando un piano o cargando un arpa en horas de fuga.

Así fue como me cayó un profesor que vi­vía en el Cerro, que tocaba en una orquesta característica, que incluía tango, y como quien no quiere la cosa, me introdujo en las alam­bradas pentagramáticas de un Juan Menozzi que había que aprender siguiendo el compás con una mano. Ni ahí. El profesor dejó de ve­nir. Y todo quedó en el barrio.

Entonces hubo que cargar el instrumento y cruzar el parque de los Aliados hasta llegar a la casa del nuevo profesor. La fachada estaba cubierta por la hiedra, que apenas respetaba una placa de piedra: «Profesor de música». Y en los renglones siguientes: «Roque Emilio», y finalmente, «Pietrafesa».

Al violín lo cargaba vertical, menos bulto, como escondido; había como una vergüenza. La pieza del estudio daba a la calle. Tenía pia­no. Me enseñó a tocar en directo, sin Menozzi. Primero unas músicas propias del maestro, fi­gura del barrio, autor del tango-canción «La canción del pirata», que pasaban por la radio.

Así se fue nutriendo mi repertorio con temas del maestro, tangos, esas cosas. Y entre esas cosas, dos que desde el pique encomendaron los viejos al profesor del Cerro y al compositor del barrio.

Dos que no entendía y aprendí a lo rústi­co, porque en materia musical más jugo daba un ladrillo. Y eso es lo que me trajo el botija, que él lo guardaba no sé dónde y te lo cuento.

Estaba ensayando o repasando en el cuarto del fondo, trabajosamente. Frente a esa pieza estaba la cocina, que incluía a mamá. Al frente de la casa que daba a la vereda, las dos piezas del taller del Viejo. Mi estudio era también mi cuarto; la cama, un estante, eso.

En eso instalo en el atril la partitura de una de las dos canciones que venían junto con el Stradivarius en el estuche desde el primer día. Arranqué.

En eso sentí que del otro lado de la puerta en­treabierta había alguien, silencioso. Mamá había apagado el primus y el Viejo se vino del taller.

El violinista era todo lo que les había que­dado después de la guerra. Luego de escuchar el acorde final de «Hatikwa», se disolvieron.

«Hatikwa».

Esperanza.

Hasta aquí tu capítulo. Es cierto. Me gustó. Para quien no sabe, Hatikva-yo lo escribo diferente, con v- es el himno nacional del Estado de Israel, un símbolo para muchos judíos inclusive viviendo en sus respectivos países.

R: Así es.

 

El horror

P: Este no es por cierto tu primer libro y tampoco es esta la primera entrevista que te hago, pero creo que nunca te lo pregunté. ¿A qué más aspirás , a emocionar al lector o a hacerlo pensar?

R: Si no entramos en La caja de zapatos, quedamos fuera de la memoria.

Y no solo de pan se vive. Se vive de memoria. Incluso de memorias de  mis padres, cuando narran fragmentos, pocos fragmentos, de sobrevivientes

de los campos. Mi padre me cuenta, goteando lágrimas en una visita a uno de tantos cuarteles, que dos guardas ucranianos de las SS, con garrotes de mangos de pico, recorrían las calles del pueblito reclutando niños para la extracción de sangre. Entraron los SS a la casa paterna y la abuela escondió dos nietos bajo su falda. Sabía que les iban a extraer hasta la última gota. Pero un nieto lloró, y fue su último grito,  aplastado por los mangos del pico.

P: Quizás esta pregunta sea un poco extraña pero…¿cómo se decide que la primera imagen del libro combine la caja de zapatos con la capucha? ¿Qué quisiste transmitir con esos elementos?

R: Pienso en mi madre. Llega al Uruguay con mi hermano de 5 años, de una Polonia desvastada y amenazante. Luego nací yo. Pero mi hermano muere, y en Polonia mueren mis abuelos, mis tíos, mis primos maternos. Y entonces te digo, que mi madre vivió bajo una capucha. De esa capucha también vengo. Todo es mi memoria. Todo en mi libro.

 

 

Ana Jerozolimski
(03 Mayo 2021 , 12:07)

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