Por el Profesor Daniel Fainstein
N. de Red: El Profesor Daniel Fainstein es Decano y Profesor de Estudios Judaicos de la Universidad Hebraica de México. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM.
Hay momentos en los que la historia irrumpe con la intensidad de una advertencia. Lo que ocurre hoy entre Israel e Irán no es una escaramuza más en el ajedrez del Medio Oriente, ni una simple extensión del conflicto en Gaza. Es, en muchos sentidos, una confrontación entre dos visiones del mundo: una democracia imperfecta que lucha por sobrevivir en un entorno hostil, y una teocracia autoritaria que, desde 1979, ha declarado como uno de sus objetivos la destrucción del Estado judío.
El reciente ataque de Israel a instalaciones estratégicas dentro del territorio iraní –vinculadas a su programa nuclear y a su infraestructura militar– representa un punto de inflexión. Lo que sabemos hasta ahora revela una operación cuidadosamente planificada, con inteligencia precisa y una ejecución quirúrgica. No se trata de improvisación ni de alardes militares: es el resultado de años de preparación, vigilancia y aprendizaje en el arte de la disuasión preventiva.
Carecemos de suficiente información significativa sobre el proceso de la toma de esta decisión y no lo sabremos por mucho tiempo.
Israel no actúa por capricho ni por arrogancia. Desde hace décadas observa con preocupación el avance del programa nuclear iraní, que ha llegado a niveles críticos de uranio enriquecido, cercanos al 80%, según el propio Organismo Internacional de Energía Atómica. Eso significa que Irán está peligrosamente cerca de la capacidad de fabricar una bomba atómica. Y cuando un régimen que niega la Shoá y promueve la destrucción de Israel se acerca a ese umbral, el silencio no es una opción.
Lo que estamos presenciando es una guerra que no comenzó hoy. Es una guerra en la sombra que lleva años: asesinatos selectivos de científicos, sabotajes, ciberataques, acciones encubiertas en Siria, Irak y el Líbano. Pero hoy esa guerra se ha hecho visible. Y es probable que las olas de ataque continúen. Israel, consciente de los riesgos, ha elegido actuar antes de que el costo sea irreversible.
Sé que este tipo de acciones generan incomodidad, temores y críticas. Yo mismo creo que el uso de la fuerza debe ser siempre el último recurso. Pero también sé que **una política de apaciguamiento frente a un régimen fanático no disuade, sino que estimula**. Irán no es solo un adversario estratégico; es un régimen que reprime a su población, silencia a sus mujeres, encarcela a sus opositores y exporta violencia a través de milicias chiitas y grupos terroristas. Muchos iraníes –especialmente jóvenes, mujeres y minorías étnicas– no se identifican con este proyecto político, y quizás haya en ellos una esperanza de cambio.
En este sentido, el ataque israelí no solo apunta a desarmar una amenaza existencial; también busca alterar un equilibrio regional cada vez más frágil. La firmeza de Israel puede fortalecer alianzas con países árabes que también temen la expansión iraní. Puede, incluso, abrir un nuevo espacio para reconfigurar las relaciones de poder en la región.
Sin embargo, el camino que se abre ahora es peligroso. Nadie puede prever con exactitud la magnitud de la respuesta iraní. Habrá represalias, quizás contra intereses israelíes en el extranjero, contra comunidades judías en la diáspora, o a través de Hezbolá en el frente norte. Habrá condenas y presiones diplomáticas. Pero también hay algo que no debemos olvidar: cuando un pueblo siente que su existencia está en juego, la disuasión no es un acto de agresión, sino de supervivencia.
Este no es el momento de eslóganes fáciles ni de cinismos disfrazados de neutralidad moral. Es el momento de pensar con claridad, con responsabilidad y, sobre todo, con memoria histórica. Porque los judíos sabemos lo que significa no ser tomados en serio cuando advertimos sobre una amenaza. Y esta vez, no nos lo podemos permitir.